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Mauro Forghieri, el último renacentista

Los gritos se podían oír en todo el departamento de oficinas. Brenda Vernor ya estaba acostumbrada a esos intercambios en dialecto modenés entre el jefe supremo de la empresa y su director técnico. Nadie más se atrevía a gritarle a Enzo Ferrari. Era Mauro Forghieri.

Mauro Forghieri, el último renacentista
Mauro Forghieri controla el tiempo de uno de sus coches

18 min. lectura

Publicado: 02/11/2023 13:30

La talla de la que estaba hecho el delgado hombre con aspecto de frágil intelectual con sus gafas de pasta negras, era de la misma altura que la del hombre que le había puesto en una posición tan soñada como absolutamente complicada. La de dirigir los designios de la Scuderia Ferrari, ya por entonces un nombre enorme en el mundo de las carreras. Y eso, con tan sólo veintiséis años, a punto de cumplir los veintisiete, y tras apenas tres años de haberse graduado en ingeniería mecánica.

Él soñaba con aviones y Estados Unidos, pero su padre, Reclus, un viejo colaborador de «il matt» –el loco en modenés- Ferrari, lo había introducido en 1957 para un tiempo de prácticas. Bajo el manto del ingeniero Andrea Fraschetti había estado encargado de realizar estudios sobre chasis tubulares. De vez en cuando, un hombre de pelo blanco al que conocía bien pasaba por allí casi disimuladamente y se interesaba por su trabajo. Cuando acabó el periodo de estancia, Enzo le dijo que fuera a verle al acabar la universidad. Pero el joven que soñaba con aviones tenía otros planes.

Mauro Forghieri y Enzo Ferrari en Módena, 1966
Mauro Forghieri y Enzo Ferrari en Módena, 1966

El papel de Mauro Forghieri en la Scuderia Ferrari

Sin embargo, el olfato del «agitador de hombres» era demasiado bueno. Fraschetti se lo confirmó antes de matarse probando un Fórmula 2 diseñado por él mismo. El hijo de Reclus tenía dotes para el oficio, y precisamente en Módena y en Maranello empezaban a haber buenos operarios. Buenos colaboradores. «¿Pero qué quieres hacer en América? Al menos, mientras llega la llamada, trabaja con nosotros y gana experiencia», fue prácticamente todo lo que bastó para que en marzo de 1960 entrase por un periodo de dos meses, como personal externo, todavía en pruebas. Ignoraba que estaría entre esos muros casi tres décadas de su vida.

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La historia podría haber sido distinta, claro. Podría haberse ido a cumplir su deseo y que otro gran ingeniero como Gian Paolo Dallara, que entró en Ferrari al mismo tiempo que él, hubiera sido el pilar de ingeniería en Maranello. Pero el destino siempre tiene sus planes. Estaba bajo las órdenes no siempre amables de Carlo Chiti, que en su momento era el director técnico de Ferrari y que estaba a punto de dar algunas obras maestras. Con el ojo vigilante y sabio del gran Vittorio Jano, Forghieri empezó a hacer su labor en la sombra. El sempiterno y fedelísimo Luigi Bazzi tampoco le andaba lejos. Y al «Commendatore» le llegaban los informes: el hijo de Reclus es un diamante en bruto.

¿Cómo pensar que un 30 de octubre de 1961 se desmantelaría la cúpula que había llevado a Ferrari a vencer con mano de hierro en Fórmula 1 y en sports? La conjura de palacio acabó con Chiti y otros nombres. Y con una llamada a la oficina del «Grande Vecchio», que no siempre era una buena forma de tener un lunes: «desde este momento, eres el responsable de todas las actividades deportivas y experimentales». Con veintiséis años. Si se piensa en la dimensión de la imposición, resulta abrumadora. Piensen en un joven recién licenciado al que ponen al frente del equipo dominador hoy en día y nos parecería tan absurdo como loco. Forghieri pensaba algo parecido, pero Enzo fue tajante: «tú haz tu trabajo, haz el técnico. Haz tu labor que de lo demás me ocupo yo». Eso sí, sabía que había estado estudiando el chasis del F1 campeón del mundo, el 156, que Forghieri y Dallara consideraban mejorable. La primera lección fue clara: «no sueñes con tocar la regulación del chasis. Coche que gana no se cambia».

Impulsivo y pasional, Mauro Forghieri dando instrucciones a un piloto
Impulsivo y pasional, Mauro Forghieri dando instrucciones a un piloto

El enorme bagaje (y resultados) de Mauro Forghieri

Mauro Forghieri no hizo todo bien, pero sí que lo hizo todo. Cuando le lanzaron a dirigir un nombre que llevaba ya más de tres décadas de existencia en el ambiente de las carreras –recuerden que la Scuderia existe desde finales de 1929-, el equipo había ganado 5 mundiales de pilotos, 1 de constructores y 7 campeonatos del mundo de sports, todo con cinco directores técnicos diferentes. Con él al timón, se lograron 4 títulos de pilotos, 7 de constructores y 8 mundiales de sports y GT. 54 victorias sólo en Grandes Premios puntuables de F1, a las que habría que sumar muchas fuera de campeonato –de hecho, su primer triunfo fue en el GP de Bruselas de 1962-, a lo que añadir varios Le Mans, varias Targa Florio, Daytona, Sebring, Nürburgring. También títulos de montaña. ¿Qué ingeniero presente o del pasado puede acercarse a un palmarés tan amplio y diverso?

Sin duda hay y ha habido grandes ingenieros y diseñadores. Vittorio Jano, Rudolf Uhlenhaut, Ferdinand Porsche con los Auto Union, Colin Chapman con Maurice Philippe, Ron Tauranac, Derek Garner, Patrick Head, Gordon Murray, Rory Byrne, Adrian Newey, y la lista es corta y a título ejemplificativo. Pero es razonable afirmar que sobre todos ellos se extiende Mauro Forghieri, que para empezar, y con colaboradores a los que siempre reconoció su labor, corrigió el hoy glorioso Ferrari 250 GTO y lo transformó en un coche impecable. Hizo magníficos chasis que enseguida llevaron a John Surtees al título –si se quería hacer enfadar a «Furia», sólo había que hacer de menos los chasis surgidos de Maranello-. El 330P3 y P4, el 512, el 312PB, último prototipo en dar el mundial de marcas. El alerón en la Fórmula 1. Y claro, por supuesto, la tremenda serie 312, empezando por la ‘B’ de ‘bóxer’ -aunque como siempre dijo en realidad era plano, «piatto», y era efectivamente así- y siguiendo con la «T» por los cambios transversales que dieron la verdadera edad de oro en los Grandes Premios en vida de Enzo Ferrari. Y luego, inagotable en su creatividad e ingenio, los turbo, que fueron los primeros en ganar mundiales de constructores. Y el germen del cambio semiautomático. Y detengamos la lista.

Sin temor a equivocarse tampoco, la F de Forghieri debería haberse unido a la F de Ferrari casi por derecho propio, para conformar una especie de «doble F», al estilo de lo que en los años treinta había exigido Tazio Nuvolari a Enzo Ferrari para el nombre del equipo. Entiéndase el por qué: sin el pilar maestro en el edificio de Ferrari que supone Forghieri, el devenir del equipo no hubiera sido el mismo. Diferente, seguro. ¿Mejor? Muy difícil. No en vano siempre le llegaron cantos de sirena para dejar Módena, como por ejemplo el de la Ford cuando Enzo escribió con su tinta violeta en el contrato de venta el legendario «no aceptamos» y rompió el acuerdo. Ford le lanzó una oferta muy jugosa que fue también rechazada. Fidelidad a Enzo Ferrari, al equipo, a su tierra. Y eso que entonces apenas llevaba poco tiempo al frente del departamento técnico, con un salario modesto.

Mauro Forghieri
No sólo un ingeniero, Mauro Forghieri era práctico y trabajador

Mauro Forhieri, pieza clave en la Scuderia Ferrari de los años 60 y 70

Esa fidelidad era otra de las claves. Enzo Ferrari nunca le castigó por los errores, cosa poco común, pero tampoco le felicitó por los aciertos, cosa habitual. Salvo con la serie T, que arrancó un tímido reconocimiento del «Commendatore». Pero le protegió, especialmente frente a la Fiat que, tras el acuerdo de compra, empezó a introducir a su gente en puestos de relevancia. De uno de esos intentos y de esa protección de Enzo hacia Mauro, enviándolo a investigar en proyectos especiales, surgió la serie 312T, precisamente. Pero iba más allá. Era respeto y aprecio mutuo. Ferrari no sólo invitaba a su director a las celebérrimas comidas de los sábados con su estrecho círculo de amigos, sino que cuando su hijo Marco, nacido en 1963 y afectado por una cardiopatía, necesitó tratamiento, «Il Commendatore» no dudó un instante en sufragar el coste de la operación en una clínica extranjera. Eran sus hombres, sus ‘colaboradores’.

Y llegaban luego los gritos y la acerada broma de «Furia» cuando «l’Ingegnere» pretendía tener razón e imponerse: «pero usted no es ingeniero, es ingeniero en un papel», en alusión al doctorado «honoris causa» en ingeniería mecánica que le fue conferida en 1960. Pero al final, la confianza la depositaba en Forghieri. No lo hacía con otros, a los que les recordaba que «aquí pone Ferrari, cuando ponga su nombre, decidirá usted». Le había dado pruebas sobradas para ello. Y esa confianza se devolvía en un trabajo minucioso e incansable. Porque como Ferrari, Forghieri no se tomaba vacaciones. Y no sólo dirigía el aspecto técnico, sino que ejercía también funciones de dirección deportiva muchas veces. Era la figura clave en la Ferrari de los sesenta y setenta. Ferrari era Forghieri. Que pese a sus enfados monumentales –de ahí el apodo de «Furia»-, trabajaba con los mecánicos si era necesario, era el aglutinador de cada pieza de la Scuderia. Y ellos se lo devolvían con esfuerzo. Aquella Ferrari familiar, de mecánicos de vieja guardia y sangre nueva que defendían el emblema como propio.

El dinero, decíamos, no era abundante. Por eso, el genio de Forghieri se diversificaba en otras materias, como diseñar muebles, bombas de agua, o incluso a restaurar los frescos de su Villa Clementina, una casa del siglo XVIII a las afueras de Módena donde vivió. De hecho, era alguien culto, de clase y que incluso coleccionó algunas obras de arte del siglo XVII y XVIII. Casi todo ello fue subastado en 2023, junto con objetos relacionados con las carreras, diseminándose así gran parte del patrimonio del ingeniero. Esa cultura, en cierto modo, incomodaba a Enzo Ferrari, que se sentía inferior, como le confesó. Pero Forghieri era humilde y cercano. Le gustaba rodearse de sus hombres, y hasta poco antes de su fallecimiento, seguían reuniéndose para comer y hablar de los viejos tiempos. La sencillez de un genio.

Plano del motor del Ferrari 312B de 1970
Plano del motor del Ferrari 312B de 1970

Lamborghini 291, la última obra de Mauro Forghieri

Tiempos que pudieron acabar abruptamente, porque presentó la dimisión varias veces. La forma de hacer de Fiat lo irritaba, y el «Commendatore», que no aceptaba sus renuncias, sabía calmar las aguas e imponerse hasta recolocar a Forghieri en la cúspide técnica. No había otra forma. Ningún técnico fue jamás tan cuidado y protegido como él, cumpliendo con la palabra dada. Pero toda historia tiene un final y ese fue en 1984, cuando ya no aguantó más. Incluso se fue de vacaciones a Portofino sin decírselo a nadie, saltándose el GP de Italia. Enzo Ferrari hizo que lo buscase hasta la policía. Cuando lo encontró en la casa de unos amigos, le llamó a pleno grito: «¡¿Dónde estás Mauro?!», porque necesitaba su presencia y su asistencia. Tal era ya la simbiosis entre jefe y colaborador. Pero se había acabado. Forghieri dejó el equipo de carreras y pasó a un departamento especial creado por Enzo Ferrari, la Ferrari Engineering, para no perder el talento de «Furia». Cuando en 1985, los cambios en el coche hicieron que Michele Alboreto perdiese el mundial, Enzo pidió opinión a Mauro. La respuesta fue clara, la lección nunca olvidada: «usted me enseñó que coche que gana, no se toca».

En mayo de 1987 sería el adiós definitivo. Enzo Ferrari, anciano y enfermo, ya no pudo retener al hombre que le había dado varios renacimientos deportivos desde 1962. La dimisión vino junto a la aceptación de una oferta hecha por un hombre de la Ford de los sesenta, aquella que lo quiso: Lee Iaccoca, ahora en Chrysler. La promesa era demasiado atractiva: crear un motor para la F1, un V12 para Lamborghini, curiosamente uno de los grandes némesis de Ferrari. Aquella obra dio como resultado un motor algo pesado y de gran consumo, pero potente. Dio un Fórmula 1, el Lamborghini 291, innovador aunque sin grandes resultados. Dio la valiosa alabanza de Ayrton Senna en 1993, un piloto muy respetado por Forghieri. Y dio sobre todo un sonido magnífico que gritaba por los circuitos del mundo: soy obra de Mauro Forghieri. El hombre de voz rota, a veces susurrante, siempre sabia. De ojos inquisitivos. De temperamento tan cálido como furibundo. Que jamás paró de crear hasta el fin de sus días.

El hombre tiende a vivir en el presente, a soñar y desear el futuro, pero a veces se cuelga del pasado. En un mundo que sigue girando como un motor totalmente ajeno a los que van quedando atrás en un frágil recuerdo que tiende a quebrarse. Allí se desarrolló la figura de Forghieri, en un mundo todavía artesanal, todavía intensamente humano. Cuando un lápiz y un papel eran el refugio de ideas que, excediendo incluso el ámbito deportivo, entregaban progreso al mundo. Donde un solo hombre aún podía hacer todo y hacerlo extraordinariamente bien. Forghieri fue el último, y posiblemente el más grande, de los titanes de la ingeniería, cuando aún era libre y la invención tenía cabida. Un hombre del Renacimiento fuera de época, en el siglo veinte, volcando su maestría en algo tan aparentemente banal como motores y carrocerías. Y sin embargo, uno admira ahora la pulcritud de sus diseños en papeles amarilleados por el tiempo y observa los meticulosos trazos que configuran un chasis, un elemento de la carrocería o un motor. Sobre todo, un motor, como los planos de una catedral en cuyo interior reverbera la voz de un órgano inmarcesible. Como la obra de Mauro Forghieri.

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