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Virutas F1F1 Exhibition

Hay dos formas de asistir a la F1 Exhibition de Madrid: como un turista o como un viajero. Los turistas se paran en las cosas; los viajeros se relacionan con su entorno. En esta exposición puedes limitarte a ver unos coches, o mantener una conversación con ellos. Abrimos sus puertas para dialogar.

F1 Exhibition
La exhibición oficial de la Fórmula 1 puede verse en Madrid.

15 min. lectura

Publicado: 04/04/2023 14:30

El primer saludo al llegar no te lo da el cavallino rampante. Tampoco una imagen sintética de Ayrton Senna hablándote con su voz meliflua. Ni siquiera Stefano Domenicali, el amo del cortijo, te da la bienvenida.

El que te la da es Gonzalo Serrano, que en forma de cartel de fondo rojo y letras negras en la entrada te dice «Esto es la Fórmula 1 en estado puro». Llamas al amigo y le tiras la interrogante: «¿Tú has participado en esto? La respuesta del presentador del telecinquero ‘Más que coches’ es «ni idea, no sabía nada, pero me hace gracia». Esto es lo que afirma la misma voz que narró el vuelo al más allá del brasileño, o las primeras victorias de Fernando Alonso.

«Creo que durante mi paso por la Fórmula 1 perdí a 34 amigos»

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¡Infórmate!

Los marshalls de este circuito efímero, muy al estilo de un Ikea, te entregan unos auriculares y mando a distancia con la que escucharás las narraciones de los vídeos. Son una pila, y esta es la manera que tienen de evitar que los sonidos de unos y otras pantallas colisionen en cadena, como en una salida con pista mojada.

Un letrero te advierte que hay cámaras de viendo grabando. No se trata de dirección de carrera, ni tampoco el VAR. Es para que tengas claro que intentar salir corriendo de allí con una pieza arrancada por el procedimiento del tirón es una mala idea.

Antes de poner los pies dentro, empiezas a escuchar voces anónimas para un cualquiera, pero que resultan familiares a los seguidores más apretados: son Ross, Stefano, Jean... Reconoces su timbre, su acento, la musicalidad de unas palabras que has escuchado muchas veces. Enarcas las cejas, como saludando a un amigo por la calle, porque para ti son como de tu familia. De hecho, hay quien pasa más tiempo con ellos que con los mismos habitantes de su domicilio fiscal.

En la primera sala, en penumbra, pantallas enormes te pasean por cada década de la especialidad. Los inicios, los sangrientos años sesenta y la retahíla de los que quedaron atrás. Resuena dentro de tu cabeza una frase que alguien pone en boca de Juan Manuel Fangio cuando colgó el casco: «Creo que durante mi paso por la Fórmula 1 perdí a treinta y cuatro amigos». La tristeza te envuelve, y te cuesta entender a aquellos locos maravillosos. Después llegaron los 70 y la aparición de la aerodinámica. Los 80 y el empujón de los tabaqueros. El accidente de Senna fue el eje de la década posterior, el cambio de siglo, la llegada de la electrónica, los motores híbridos... Dolor y gloria, que diría Almodóvar, y todo en una tarjeta de visita audiovisual lúcida y emocionante; difícil no conmoverse ames o no este deporte.

Un visitante se informa sobre los neumáticos de la Fórmula 1.

Encaminas tus pasos hacia el vientre de esta ballena y notas algo: te envuelve el sonido. Acelerones, pasadas, bramidos de motores y una música ambiental de corte electrónico trufada de ruidos mecánicos que va mutando según cambias de sala. En lugar de crear una atmósfera chabacana y verbenera, inspira tecnología, vitalidad, y futurismo. Resulta obvio que no son canciones pilladas a lazo de una lista de Spotify, sino producidas ex profeso.

Tras el repaso al ciclo histórico te adentras en la segunda sala, que tiene más luz, a un nivel casi normal. Ya ves caras, gestos, y tipos. Sorprende lo variopinto del público. Familias con niños incluso en horario escolar, abuelos ataviados con un tres piezas y sombrero, parejas de postadolescentes mimetizadas de Alonso, o unos ingleses que podrían pasar por técnicos de Red Bull enfundados en su colorista uniforme. También hay grupos de prejubiletas, y mucho extranjero de diversa planta y origen; desde ingleses pelirrojos a orientales de ojos rasgadísimos, pasando por hindúes o un tipo de color que no para de hacer fotos —racializado hay que decir ahora, como si el resto no perteneciéramos a raza alguna—.

La conclusión es sencilla: la capilaridad de la Fórmula 1 alcanza a todos los rincones y estamentos sociales. También te das cuenta de otra cosa: la diferencia generacional marca el conocimiento de la lengua de Shakespeare… o no. Los más mayores se quitan los auriculares, que las palabras en extranjero marean, y se limitan a leer en las pantallas los textos escritos. Los más jóvenes no tienen ese problema. Avanzamos.

El espacio de la Sala 2 es presidido por el AlphaTauri con que Pierre Gasly ganó en Monza, y las vitrinas circundantes tienen despiezadas las tripas de diversos monoplazas. Cajas de cambios, bloques motor, frenos, ERS o centralitas TAG-320b son explicadas para el neófito. Todo está protegido con muros de cristal, menos la verdadera atracción: cinco neumáticos Pirelli alineados que muestran su enorme tamaño. Son como un imán y todos los quieren tocar, algo que está prohibido. El guardián de la sala, un joven de rasgos latinos llamado Fernando, reprende a los que alargan el brazo y que son casi todos. Fernando resopla y sin perder el buen gesto a duras penas da abasto, parece un portero de balonmano.

La siguiente sala es la más oscura de todas; cosas de ser un tanatorio, porque es que en ella reposa un cadáver. La luz es escasa, las voces se atenúan y el silencio pasa a dominar al ruido del entorno aderezado con el crepitar de un fuego que no ves, pero sabes que existe… o existió. Casi nadie habla y todas las miradas se clavan en un sarcófago de cristal donde descansan los restos mortales de lo que una vez fue un monoplaza. El 30 de noviembre de 2020 el Haas VF20 con dorsal número 8 atravesó una de las protecciones de la pista de Bahréin, para convertirse, acto seguido, en una bola de fuego.

Su tripulante, Romain Grosjean, salvó la vida por los pelos... y años de desvelos, preocupaciones, y desarrollos tecnológicos que impidieron que el creador reclamara un sacrificio de sangre. Ahora los mortales tenemos que agradecer a todos los que hicieron posible aquel milagro, en una extraña ceremonia de pódium donde el trofeo es un chicharrón irreconocible, y que una vez fue una nave espacial rodante. Todos abandonan la sala donde descansa la momia del Haas con las miradas perdidas y las cabezas bajas.

El monoplaza incendiado de Romain Grosjean es una de las grandes atracciones de la exhibición.

Poco después hay bustos de los corredores multititulados, y una sala con la evolución de los monos y protecciones. También una colección de cascos en la que residen varios de pilotos muy reseñados como el de Senna. Todos los rodean a un video, corto y con un cello sonando de fondo, en el que se narra la historia deportiva de Michael Schumacher. «Nunca ha existido ni volverá a existir un corredor como él», dicen voces de los que trabajaron con él. La frase final las pronuncia una voz muy especial. Se te enrojecen los ojos, y suena algún tímido aplauso que parece desganado. Es más bien una falta de coordinación entre sus manos y el impacto que le ha causado escuchar las últimas frases. Tendrás que descubrir quien las pronuncia; es una pequeña sorpresa.

Aprendes mucho en la visita, sobre todo a valorar la tradición, la historia y los retos superados tras el trabajo que detrás de todo. Hay alguna sala más donde te explican cómo se llegó a ciertas formas, figuras y fisonomías que te resultan conocidas. Un fondo plano por aquí, un alerón por allá, una célula de supervivencia, una bomba de incendios… Si sales y no has asimilado algo es que eres una ameba insensible, como dijera el poeta aquel. Porque lo que vas a topar en la F1 Exhibition es mecánica y poesía. Transmite valores, pasión, y arrebato en un viaje por el tiempo. Esto no es para expertos, sino una presentación divulgativa para un público reciente, el que se ha enganchado con el Drive to Survive.

No esperes desvelar grandes misterios, ni ver coches cargados de valor histórico, sino más bien un repaso a la tecnología, el deporte, la ingeniería, y una explicación lineal de como es y como funciona. Si tienes una especial predilección por algún piloto en concreto, hallarás poco sobre ellos en general. Si eres un fan con relativo interés, en poco más de una hora, puede que hora y media, la habrás visto. Virutas tardó tres horas y media en verlo todo, y le faltó algo de tiempo para poder pararse algo más en algún detalle.

La traca final, el remate del tomate, es un vídeo de unos diez minutos proyectado en varias decenas de pantallas en un espectáculo multimedia epatante que te va a sumir en un estado de hipnosis único. Será mejor que lo veas. El Síndrome de Stendhal te hará hervir la cabeza, y el impacto será de tal calibre que vas a salir con mareos de la estancia. Garantizado.

Al acabar la visita y para que compensar tanta excitación pusieron la tienda. El responsable debió pensar que en España todos somos Emilio Botín, y tuvo la ocurrencia de poner los precios de manera acorde a esta circunstancia. Gorras a 50 leuros, camisetas a 80 o polares a 120 es caro aunque relativamente llevadero. Lo que no es de recibo es que lo más barato sean las postales a 5, la botella de agua a 10, un llavero barato o una taza a 25. Lo de cobrar 110 euros por un póster enrollado, una mera cartulina cuyo diseño puedes encontrar gratis en Internet, raya el delito punible. Stefano, apáñame esto.

El apartado técnico también tiene importancia en la muestra.

Sales a la calle te das cuenta de una cosa sencilla, pero reveladora. La exposición tiene domicilio en la misma nave en que hace unos años estuvo la de Harry Potter y su escoba voladora, o reposó el carruaje de Tutankhamon. La lección es fácil de entender: todo héroe tiene su caballo, y te quedas imaginando a Rocinante, KITT, el Apollo 11, o el Halcón Milenario.

Tiras para la estación del AVE, que hay que volver a casa, y te subes en el taxi de Asif, un pakistaní que se dedicó a cultivar mangos en su tierra. Camino de la estación de Atocha aparece por la derecha un Alpine azul metalizado, el de 300 caballos y alerón en la zaga. El piloto del Dacia lo ve, se gira hacia sus pasajeros, y observa la admiración que despierta el aparato. De manera instantánea muestra una sonrisa de oreja a oreja y dice: «¿Qué, le echamos una carrera?». Hay quien lo lleva dentro y quien no. Si eres de los primeros, pásate por el IFEMA; saldrás con una sonrisa como la de Asif. Si no lo eres, puede que también.

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