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Capítulo 3En la Fórmula 2 con Racing Engineering: 'Mecánico por un día (II)'

Jheronimus van Aken, El Bosco, era un viajero en el tiempo. Para pintar sus delirantes cuadros tenía que disponer de una máquina, un túnel o una puerta temporal que le permitiera desplazarse a través de los calendarios. Cuando pisas un box en día de carreras entiendes que su inspiración sólo pudo sacarla de un sitio así.

21 min. lectura

Publicado: 08/11/2017 08:30

Un box, la cocina de la aceleración, pasa de ser una fría paramera un martes, a una factoría tecnológica un viernes, para acabar siendo un lugar teatralmente dramático y lúdico el día de las carreras. Ese día, la jornada de la fiesta de la velocidad, la fauna que te topas parece sacada a lazo de los cuadros del pintor holandés. Según avanza la mañana y se va aproximando la hora de la salida el box se llena de amigos y cercanos.

La gente de Racing Engineering acota para sus invitados la parte central de los dos boxes en uso; el resto ha de quedar diáfano por si algún mecánico ha de salir disparado a buscar una llave, una rueda, o una solución de emergencia. El reloj hace su trabajo, la tensión sube unos grados y las caras de los responsables se ensombrecen por el estrés. Ocurre justo lo contrario entre los visitantes, que comienzan a interpretar una TV comedy en el garaje de la formación, con personajes entrando y saliendo de la escena.

Los invitados disfrutan de la acción en primer plano dentro del box.

Entre sus relajados rostros reconoces la de Jo Ramirez y Ursula, su mujer, el trajeado presidente de la Federación Andaluza de Automovilismo, y un vicepresidente de la española que parece sacado a rastras de la portada de la revista GQ con su chaqueta a cuadros, un colorista pañuelo saliendo del bolsillo y un bigote tirolés como el de Chase Carey. Aparece algún periodista en vaqueros, niños mimetizados de integrantes del equipo entran y salen jugueteando, y aterrizan antiguos integrantes de la formación con uniformes de la FIA, organizadores y entidades que no tienen coches en pista a esa hora.

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Sólo han venido a echar el fin de semana, comer bien, y acabar con todo el Sherry que se les ponga a tiro

Los más despreocupados y ruidosos son un grupo de patrocinadores de uno de los corredores titulares. En realidad esto de las carreras les da igual y, haciendo honor a su procedencia, se hacen los suecos. Sólo han venido a echar el fin de semana, comer bien, y acabar con todo el Sherry que se les ponga a tiro. Se hacen selfies, charlan, hacen ruido, pero molestar no molestan. Es más: sin ellos no habría fiesta así que resultan casi necesarios. Ojalá hubiera más.

Fuera del box, en el pitlane, sólo se encuentran los mecánicos que participarán en las paradas, ataviados con radios y cascos, monos, botas y guantes ignífugos. Todo su equipamiento parece ser varias tallas más grandes que las que necesitan, lo que aporta volumen a sus cuerpos y les hace adquirir aspecto de astronautas. En el muro y de espaldas cuatro integrantes del equipo, todos ingenieros, dirigen las operaciones.

El cúmulo de tecnologías, pantallas y sistemas de comunicación es tal que si te dijeran que están manejando un dron artillado sobre un poblado afgano te lo creerías; es más, tampoco hay tanta diferencia entre lo que hacen unos y otros. Con toda seguridad El Bosco pintaría encantado semejante afluente de vitalidad con un pájaro de ojos saltones, mal encarado y con flores en la punta de las alas, aunque seguramente no pasaría el test antidoping de los pilotos.

El primero de los clasificados de Racing Engineering, Nyck de Vries, sale a pista en la vuelta de formación con los neumáticos blandos. Da una giro a la pista repleto de volantazos y desvaríos asfálticos, calienta sus neumáticos, y en lugar de irse a parrilla pasa por la calle de boxes para hacer su primer pitstop antes incluso de la salida, pura estrategia. Retorna al asfalto con los duros, que va a meter en cintura térmica en una segunda vuelta-de-calentamiento-de-gomas tras dejar el segundo juego de los que va a usar con una temperatura de uso aceptable. En el cualifáin no le fue demasiado bien. La zona media de la parrilla es incómoda. Poco que ganar, mucho que perder, y en una salida rodeado de peligro hay que inventar, hacer cosas distintas e inesperadas por el resto.

Los ingenieros comienzan a sospechar que su idea, la de las gomas, la han tenido otros cuando ven pasar coches por boxes ejecutando su misma maniobra. Toman nota mental de quienes son los que lo hacen; su estrategia puede cambiar a última hora y hay que adaptarse. A su paso por delante de su instalación el ruido de los monoplazas interrumpe conversaciones con las últimas órdenes de equipo. Las frases tienden a ser cortas y precisas. Cuando el ruido lo impide nadie fuerza su garganta, es inútil. Sencillamente se pone en pausa el intercambio de información, se frunce el ceño, y el botón de ‘continuar’ vuelve a ser pulsado cuando el trueno móvil se aleja.

Unos minutos antes de la carrera, de todas las carreras, ocurre algo muy raro: en el imperio del ruido se hace el silencio de forma momentánea. Los coches en parrilla tienen sus motores apagados, casi todo el personal de los equipos se baten en retirada, y el aire es solo atravesado por el rumor desacompasado del speaker del circuito que a esa hora no pone música. Suena la sirena de atención, todos los motores se arrancan al unísono, y estalla un infierno que haría agitarse en su tumba hasta el primer empadronado de Atapuerca. El suelo tiembla, las ruedas chirrían, los mecánicos se agitan, las radios estallan en órdenes y el pitlane se convierte en un mercadillo árabe repleto de color, movimiento y peligro.

La salida es limpia y el box entero toma aire tras contener la respiración el tiempo que les toma a sus coches llegar a la primera curva. Alfonso de Orleans ve la prueba sentado sobre una silla de mecánico, de esas con ruedecitas para trabajar alrededor de los coches. No se mueve ni un centímetro durante toda la carrera. Suda, suda mucho, y no es por el calor, sino por la tensión. Inés Koschutnig, su mano derecha, le lleva un botellín de agua, tuitea las jugadas interesantes, atiende a los invitados, recoge un Kleenex con el que un mecánico se acaba de secar la frente y hace unas fotos durante el primer pitstop. Necesita al menos dos brazos más.

En mitad de la carrera entra en el box un personaje de apenas metro veinte acompañado de sus padres. Es Daniel Briz, un alicantino que acaba de proclamarse campeón cadete del campeonato nacional de Karting. Es tan crío que no tiene ni espinillas, pero su química con De Vries la noche anterior durante una cena fue instantánea. Si los ladrones se reconocen nada más verse, los pilotos también. El chico entra callado y se va directamente a la pantalla de tiempos. La primera y única pregunta es “¿ha hecho ya su parada Nyck?”. Viven en una dimensión alternativa donde todo lo que no ocurra sobre el asfalto es superfluo. Solo así se gana.

Hay dos zonas de pantallas por las que seguir la prueba en el interior del box. En la de atrás está Alberto, sólo, cabizbajo, triste. Se lesionó la espalda y no puede ocupar su espacio natural asignado: rueda trasera derecha en el pitstop. No teme que su banquillero lo haga mal, sino porque no va a representar su papel en la obra. Tras la parada en boxes llega un compañero e intenta animarle. Está abatido como si hubiera las suspendido todas para septiembre. Si un piloto se duele por no ganar, a los mecánicos les pasa lo mismo. Dentro de la frialdad, de las cifras, los números y las cuentas, existe un río de emociones que rara vez se ven. Sin el calor del amigo sería aún peor.

Todos los integrantes bajan las cabezas y se ponen a trabajar en silencio para la carrera del día siguiente

Cae la bandera, la carrera termina, y no hubo suerte. Al final los chicos de Alfonso acabaron como empezaron la prueba. No hay ni pena ni celebración. Todos los integrantes bajan las cabezas y se ponen a trabajar en silencio para la carrera del día siguiente. Recogen pistolas, botellas de aire comprimido y herramientas. Los coches se quedan secuestrados en el parque cerrado y hay al menos una hora de recreo, a veces más.

No hay nada que hacer y es el momento de echar un pitillo en el paddock, de los de espalda pegada al camión, refresco en mano (ni rastro de cerveza) y algo de fruta o unas galletas si tienes hambre. Las motos de servicio del equipo, las carretillas de las ruedas o los caballetes donde se limpian las gomas sirven de improvisados asientos al corrillo de uniformados. Thomas, Sebastien, Alan, Marcos, Francisco, Samuel

Aparecen las primeras sonrisas en mucho tiempo, alguna broma, y la charla cómplice de tipos que pasan horas, semanas, y meses juntos. A menos que seas un perfecto idiota en un equipo de carreras tus compañeros han de ser tus socios, tus camaradas, y los soldados que cubren tu retaguardia y tu las suyas. Si no es así, no funcionará. Por un momento te sientes útil. En uno de los coches apareció un problema en un acelerador. Mathieu detectó el problema y antes por la mañana le ofreció al que esto escribe limpiar y revisar la pieza metálica, en forma bolígrafo, que reside bajo el pedal y que modula el empuje del motor. “¿Algún problema?”, preguntas. La palmada en la espalda, la sonrisa y una leve negación te llena de calor por dentro, y de alivio por fuera. Obsesiona al grupo la seguridad de sus pilotos. La frase recurrente adherida a cualquier actividad es “es que la vida de un tipo depende de esto”. Muy serios. Mucho. Más que por eficacia o responsabilidad, es por compañerismo.

Aprovechas para ir cambiarle el agua al canario y en los baños te topas con Jean Alesi. Está exactamente igual que la primera vez que le viste, mimetizado con el verde pistacho de los Leyton House hace más de dos décadas. El ex piloto de Ferrari sigue las correrías de su hijo en la GP3. Ni un gramo de grasa en su organismo. Salta a la vista que tiene un gimnasio cerca de casa, probablemente incluso dentro de ella. Viste con polo blanco, vaqueros y unas Adidas Stan Smith. Es una imagen tan juvenil como intemporal. Podría ir exactamente igual hace treinta años y no desentonar. No se hace viejo el que cumple años, sino el que quiere.

No ha sido un año fácil para Racing Engineering. Cambio de pilotos en mitad de la temporada, sin opciones a un título, pero en las dos últimas citas los resultados fueron positivos con alguna victoria y varios podios. Si el piloto sube al cajón, suben todos; si abandona, abandonan todos y la inyección de moral fue fundamental en Monza y Hungaroring. En la parte trasera del box descubres un ordenador portátil con una aplicación abierta que te resulta familiar: Audacity. Es un software de grabación de audio con el que registran todas las conversaciones de radio. Con frecuencia echan mano de ella para analizar problemas, errores. Para un equipo la carrera no acaba el domingo sino que la siguen disputando toda la semana posterior.

Charles Leclerc ganó la carrera, se proclamó campeón de la categoría, y desde el resto de equipos se le mira con respeto y envidia al mismo tiempo. Baja de la rueda de prensa y un centenar de fans y aficionados le rodean. A su alrededor hay aplausos, risas, selfies, autógrafos y algarabía. A Leclerc le cuesta trabajo sonreír, el muro de introversión es grueso. A un lado, pegado a una pared y vestido con los colores de Ferrari Massimo Rivola, responsable de la cantera roja, sonríe satisfecho. Su mirada transmite paternalidad. “La familia la familia” te dices en silencio imitando la voz ronca de Marlon Brando.

“Eh, a por el coche, ya están”. La frase rompe la plácida atmósfera. Hay que ir a por los monoplazas al parque cerrado al otro lado del paddock. Los comisarios han liberado a las fieras y hay que ir a empujarlas hasta el box. Ha habido suerte. Sin accidente ni desperfectos el trabajo de dejarlos listos para la carrera de mañana ‘solo’ llevará cuatro, o puede que cinco horas. Si alguno de los pilotos se hubiera atizado, añade no menos de dos horas más, dependiendo del grado de los desperfectos.

Hay que cambiar un fondo plano que se estrena en cada salida, limpiar radiadores, revisar frenos y caja de cambios, recomponer las alturas, modificar los setups sin los ingenieros han detectado algún dato inesperado en la primera carrera. A veces los comisarios liberan los coches un poco antes, y el curro se hace más duro por una razón sencilla: los coches están calientes y trabajar a su alrededor se convierte en hacerle la autopsia a un pollo metido en su asador. El sudor cae sobre los escapes y se evapora al instante.

Al final de la jornada te cruzas con los chicos de Campos, que empiezan a hacerte bromas sardónicas por haberte ido con la competencia. Javi no me quiere dar una botella de agua, Moncho me indica que me aleje señalándome el exterior de su carpa como cuando un árbitro expulsa a un rojitarjeteado, Alex Palou baja su cabeza y me dice que que no con cara de malo. Adri, el hijo de Campos, lleva el equipo del Euroformula Open, la que fuera F3 española se va directamente y sin mediar palabra a mis manos. Las mira y están limpias, prístinas las suyas llenas de heridas, callos, con las uñas llenas de grasa y tiznadas de negro.

Me sonríe socarrón y dice: “¿trabajar tú? hoy tampoco ha sido”. Tiene razón, solo he sido un turista de paso disfrazado de mecánico. Ellos, los mecánicos, los ingenieros, las fuerzas de acción directa de los equipos si que son los que sujetan todo esto. Son los chinos de la velocidad. Si les cantasen los Gipsy Kings, dirían que para ellos no hay horarios pero sí que hay fechas en el calendario, doce el año que viene.

Al final de la jornada te cruzas con los chicos de Campos, que empiezan a hacerte bromas sardónicas por haberte ido con la competencia

Camino del coche recibes un mensaje en el iPhone que te manda un amigo desde Japón. Miguel Carricas remite una foto desde Suzuka; está allí cubriendo la Fórmula 1. Le respondes en silencio con una imagen en exactamente el mismo punto de Jerez hecha unos minutos antes. En el imperio de la velocidad nunca se pone el sol.

Felipe II, el rey serio, el emperador que dominó todo el planeta que se hizo rodear de los cuadros de El Bosco en su lecho de muerte, sonreiría ante esta pintura, y rara vez lo hacía. Si en El Escorial se encontró con su meta vital, en un circuito se hubiera encontrado con la vida en una de sus máximas expresiones, lo mismo que nos ocurre a los carreristas en nuestro particular ‘Jardín de las Delicias’. Lo mismo.

Fotos: José Manuel Zapico

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