De la independencia al caos urbano: los retos invisibles de viajar en coche con silla de ruedas

Los desplazamientos en coche nos aportan libertad de movimientos e independencia. Excepto si lo haces con una silla de ruedas y tanto la ciudad como la sociedad que la habita no están preparadas para respetar a las personas con movilidad reducida.

De la independencia al caos urbano: los retos invisibles de viajar en coche con silla de ruedas
Plaza de aparcamiento reservada para movilidad reducida

Publicado: 04/11/2025 09:00

13 min. lectura

La ciudad es un entorno hostil y desafiante tanto para el tráfico rodado como para los peatones. Sin embargo, es un juego de niños al lado de lo que deben afrontar a diario las personas con movilidad reducida y, más concretamente, aquellas que se ven obligadas a desplazarse en silla de ruedas.

En la actualidad, la expresión «barreras arquitectónicas» es tan utilizada como despreciada por estamentos, administraciones públicas y habitantes de los entornos urbanos. Sin embargo, en muy pocas ocasiones es aplicada con responsabilidad y, lo más importante, efectividad real para el usuario con movilidad reducida.

Con un vehículo dotado de rampa posterior el problema es otro: encontrar el sitio equivalente a dos coches

Lamentablemente, lo he podido comprobar durante los últimos 20 años en cada uno de los trayectos que he tenido que realizar con mi hijo mayor, que siempre ha necesitado de una silla de ruedas para desplazarse.

Admito que, cuando empecé a afrontar esta situación, mi mayor preocupación era cómo adecuar el vehículo a sus necesidades. Sin embargo, no tardé en descubrir que el verdadero obstáculo —el que escapa a mi control— estaba fuera del coche. En una ciudad que pone de manifiesto un brutal contraste: libertad dentro del vehículo, caos fuera.

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El coche adaptado: autonomía limitada por el entorno

Adaptaciones para movilidad reducida hay muchas en función de las necesidades de cada usuario. Hoy en día, es posible acondicionar el volante y el resto de mandos del vehículo a personas con todo tipo de particularidades, pero aquellas que deben hacer uso de una silla de ruedas se enfrentan a retos especialmente desafiantes cuando viajan en un vehículo.

Mi experiencia es la de alguien que acompaña a la persona con movilidad reducida y eso facilita mucho las cosas con respecto a quien debe hacerlo sola con su propio vehículo y también con su propia silla de ruedas.

En mi caso, cuento con plena autonomía y capacidad para solventar situaciones que, en otros casos, serían imposibles de superar. Y esas dificultades las originan siempre el entorno y/o sus habitantes.

A veces se trata de simple falta de empatía o conciencia, mientras que muchas otras el problema lo genera una solución arquitectónica teóricamente perfecta, pero que no es nada útil en la práctica. Es en esos momentos cuando el vehículo sí es accesible, pero la ciudad no.

Un acompañante asiste a un usuario de silla de ruedas para subir al vehículo

Obstáculos cotidianos

Ejemplos de todo esto hay muchos. Empezando con el aparcamiento, se hace inevitable hablar de las famosas plazas azules, aquellas reservadas para personas con movilidad reducida.

Estas suelen respetarse en zonas donde no existen problemas de aparcamiento. Pero en los lugares donde más se necesitan, muchos ciudadanos que las consideran un privilegio de unos pocos y no una necesidad, hacen uso de ellas indiscriminadamente.

Hablamos de entornos cercanos a hospitales, en barrios con alta ocupación o junto a colegios en horarios de entrada y salida. Todos ellos son lugares en los que una silla de ruedas exhibe sus limitaciones con mayor crueldad a consecuencia de ciudadanos impacientes, egoístas o con una ausencia total de empatía.

Entornos en los que la célebre frase «ha sido solamente un momento» expresa mejor que ninguna la estulticia de quien la pronuncia y que, inevitablemente, anticipa la llegada de más obstáculos.

Es entonces cuando salen a relucir más barreras, en este caso arquitectónicas. Bordillos altos (incluso en pasos de peatones teóricamente rebajados a nivel de calle), aceras estrechas, deterioradas o excesivamente inclinadas o rampas con desniveles que rivalizan con el Alpe D’Huez.

Finalmente, no podemos olvidar los coches aparcados en los pasos de peatones. Aquellos que no dejan suficiente espacio para que una silla de ruedas baje al asfalto por el único lugar en el que un bordillo da un respiro.

Un conductor en silla de ruedas no puede acceder a su vehículo.

El factor humano, ejemplo práctico

Como damnificado de esta situación, lo que más frustrante me resulta es el factor humano. No solamente por esa sensación de incomprensión e impotencia, sino también porque acaba potenciando las complicaciones de las barreras arquitectónicas.

Pongamos como ejemplo práctico una de las numerosísimas visitas al hospital que un usuario de silla de ruedas suele verse obligado a realizar. Y es que, efectivamente, la inactividad de las extremidades inferiores lleva implícitas otras complicaciones médicas que afectan a otras partes del cuerpo.

Al menos, en mi experiencia, si hablamos de personas afectadas por parálisis cerebral u otros trastornos psicomotores. Y todo ello se traduce en convertir el entorno sanitario en una especie de segunda casa.

En mi caso, el entorno más hostil con el que me he encontrado ha sido el Hospital Clínico San Carlos de Madrid, situado en las inmediaciones de Moncloa, junto a Chamberí.

Se trata de un complejo bastante antiguo y grande, colindante al noreste con el Tribunal Constitucional, a su vez rodeado de un barrio dotado de bastante tráfico. Al sur se sitúa otro centro hospitalario, El Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz, mientras que en la cara oeste se encuentra un gran parque a través del cual se llega a la Ciudad Universitaria.

Cuando hay que utilizar una rampa, el espacio libre necesario aumenta más de dos metros.

Por tanto, en toda la zona el aparcamiento es muy limitado, incluso con la presencia de zona verde y azul de estacionamiento regulado. Por otro lado, las plazas de movilidad reducida, como ocurre en todos los hospitales, son muy escasas y, para más inri, se encuentran junto a las puertas de acceso a las consultas externas.

Esto quiere decir que, por las mañanas, acceder a una de ellas equivale a que te toque El Gordo de Navidad (y si lo consigues, reza para que a la salida los coches en doble fila te permitan marcharte sin demora). En el más que probable caso de que no puedas acceder a un aparcamiento reservado, toca ir a la caza de un sitio libre en cualquier hueco disponible. Pero ojo, no vale cualquiera.

Si eres conductor con silla de ruedas, necesitarás espacio lateral para colocar la misma junto al asiento del conductor para poder realizar la transferencia a la misma. Es decir, tienes que aparcar en línea sí o sí, no vale en batería. Una limitación más que reduce las opciones.

En mi caso, con un vehículo dotado de rampa posterior, el problema es otro: encontrar el sitio equivalente a dos coches, ya que hay que extender la misma y guardar espacio suficiente para bajar la silla de ruedas de la misma. Es decir, que un coche de 4,5 metros se convierte en uno de prácticamente siete metros.

La otra opción es detener el coche en la vía cortando el tráfico, bajar a la acera a tu acompañante, dejarla sola y aparcar. Por supuesto, en caso de viajar con un niño esto es un problema y, en cualquier caso, la tensión irá acompañada de una sinfonía de pitidos a consecuencia del embotellamiento generado.

Gincana urbana

Una vez el coche ha quedado aparcado, es momento de afrontar el camino de vuelta al hospital, ya que generalmente este se encuentra bastante lejos ante la imposibilidad de encontrar aparcamiento cerca.

Es entonces cuando hay que hacer frente a aceras estrechas o inexistentes, grandes cuestas, pasos de peatones bloqueados o inútilmente enrasados con el asfalto. Todos ellos son, insisto, obstáculos que complican mucho el trayecto, pero que pueden incluso suponer una dificultad insalvable para quienes se desplazan sin compañía. Hay veces que, al final, la única alternativa es bajar a la calzada y circular por el mismo asfalto, ya que el teórico espacio reservado a los peatones es incluso más hostil que el propio tráfico rodado.

Al final, lo habitual es llegar exhausto al hospital, para a continuación hacer frente a otra batalla, la del interior del mismo (pero ese es otro tema). Finalmente, llegará el momento de volver, con las mismas dificultades pero, al menos, con la tranquilidad de haberte liberado de la carga de llegar a tiempo a la consulta.

La ciudad -y muchos de sus habitantes- es un lugar especialmente hostil para los usuarios de silla de ruedas.

Mi conclusión

Cuando uno se ve obligado a realizar cada trayecto con una silla de ruedas —aunque sea como acompañante/impulsor—, debe hacer frente a una lección involuntaria de paciencia. No hay día que no recuerde que, aunque mi coche esté perfectamente adaptado, el verdadero viaje empieza cuando abro la puerta y me enfrento a una ciudad que aún no entiende qué significa convivir.

Con el tiempo tu cerebro aprende a medir las distancias de otra forma. No lo hace en metros ni en minutos, sino en obstáculos: el bordillo que obliga a hacer un rodeo, la rampa imposible, el coche mal aparcado que te hace esperar o caminar más bajo la lluvia. Son pequeñas batallas diarias que, acumuladas, desgastan más que cualquier atasco.

Quizá algún día esta sociedad entienda que la accesibilidad no es un favor, sino una forma de respeto. Que una rampa bien hecha o una plaza reservada libre no son gestos solidarios o privilegios para unos pocos, sino compromisos con la dignidad de las personas. Porque al final, todos —tarde o temprano— acabaremos necesitando que la ciudad nos muestre un poco de amabilidad.

Este artículo trata sobre

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