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Virutas F1Cena con el enemigo

La mejor afición del mundo no es la inglesa. Tampoco la ruidosa brasileña. Ni siquiera la tifosa y colorista italiana. Es la holandesa. Si en tiempos de Jos Verstappen había un peque ejército que le acompañaba de manera incondicional, ahora con Max ganando carreras La Naranja Mecánica eleva su locura. Nos fuimos a verle ganar a ‘sus embajadas’ en Torremolinos.

Cena con el enemigo
En Torremolinos la comunidad de neerlandeses es numerosa.

19 min. lectura

Publicado: 12/05/2022 11:30

Y es que resulta que Torremolinos, Málaga, concentra en un punto caliente de la Costa del Sol a un nutrido grupúsculo de neerlandeses. Sin atender a razonamiento alguno se han apiñado de una forma bastante pintoresca alrededor de la playa de La Carihuela. Es una zona muy turística, plagada de marisquerías, chiringuitos y tiendas de souvenirs. Tras el producto local, en esencia pescado y alpiste de calidad media para turistas de paso, aquí te topas con platos típicamente holandeses como bitterballen, frikandel y marcas de cerveza que no encuentras en las grandes superficies.

La existencia de este tipo de establecimiento, lejos de chirriar o irritar a los lugareños, ha añadido calidad, presencia y visión internacional a lo ya existente; algo que les ha ayudado a crecer. De la docena larga de garitos a los que acudir y donde te atienden en su lengua, se añade un supermercado con productos traídos directamente desde allí. Puedes comprar latas de Red Bull con la imagen de Verstappen, coches a escala (que se acabaron en días) o productos típicamente locales… locales de Amsterdam, La Haya o Utrech. Tan a gusto están y tan bien les tratamos que no necesitan ni hablar español para apañarse aunque se esfuerzan, y es de agradecer.

«Ahora viene mucha más gente a ver la Formula 1 que el fútbol. Los holandeses son todos de Max Verstappen»

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Neerlandés o inglés son sus lenguas habituales, y en esta segunda atiende Frans, el amo del De Brabander en pleno paseo marítimo de La Carihuela. El nombre de su espacio adquiere el patronímico de su origen, Brabant, o Brabante en el español de cuando invadimos aquello. El propietario nos explica que su restaurante podría significar algo así como «El Andaluz», por ser una provincia del sur. De hecho los holandeses en general se consideran, «los andaluces del norte» por su afinidad con el sur español.

Frans abrió su negocio en 2010, y como todo lo holandés, exuda receptividad y apertura mental hacia actitudes y opciones en un mismo recinto. Puedes tener a tu derecha a una pareja bailando a tu izquierda, un grupo de chicas arremolinadas alrededor de unos daiquiris a tu derecha, una familia cenando en silencio más allá o un grupo de tipos a los que la Guardia Civil prohibiría caminar por la calle tras hacerles la prueba de alcoholemia. Eso es Holanda: hay sitio para todos siempre y cuando «no me pises lo fregao». Diez pantallas tapizan paredes y esquinas, y se mezclan con pizarras en las que ver las ofertas del día, y suena música animada por la megafonía con el volumen justo para poder charlar tranquilamente.

En De Brabander se ve la Fórmula 1 los domingos.

No hay críos, que estamos en época escolar, y el público lo conforman desde jóvenes en días de permiso, alguna pareja, y sobre todo grupos de amiguetes de mediana edad. Casi todas ellas vienen con ropa cómoda con ciertos toques de cuidada elegancia y predomina el animal print en las más mayores. Ellos, sin embargo, parecen vestidos por el mismo estilista. Ni uno solo con camisa, todos polo o camiseta y si acaso un polar de colores discretos por encima. Todos con bermudas, y ni uno solo con las chancletas que caracterizan a los anglosajones… solo deportivas con calcetines tobilleros o mocasines. Sorprende la informal homogeneidad.

La señal de Viaplay, el operador nórdico con el que conectan, se congela durante un instante y el respetable brama. Frans se afana con el mando a distancia y busca una solución rápida, y tras unos segundos alguno aplaude al fondo cuando la imagen de la parrilla del Gran Premio de Miami se recupera. El propietario respira aliviado. «Ahora viene mucha más gente a ver la Formula 1 que el fútbol. Los holandeses son todos de Max Verstappen, y vienen a verle a él. En el fútbol a veces eres del Ajax, del PSV, o del Feyenoord… y todo se divide un poco, se diluye. Por eso viene menos gente. Aquí duplicamos y triplicamos el aforo cuando hay carreras, y da igual a la hora que sea. Hacemos mucha actividad en redes sociales. Los que nos visitan suelen estar muy conectados, y están al tanto del horario», cuenta Frans.

Sale en pantalla el héroe azul y la gente murmura, el ruido ambiente sube de tono y los que caminan por el paseo marítimo al que dan los enormes ventanales abiertos de par en par miran curiosos. Se acerca el momento de la salida, y corta la música para dar paso a la retransmisión. El que esto escribe no entiende ni jota, pero si le dijeran que los comentaristas están charlando sobre un entierro, la inauguración de una oficina de correos, o la factura de las instrucciones de una lámpara de Ikea se lo creería. Que poca gracia tienen, a su lado, las españolas son un circo de nueve pistas.

Se acerca, curioso, un tipo calzado con unos zuecos holandeses que en lugar de ser de madera están hechos de goma. Dice llamarse Paco aunque algo no encaja. Dice palabras en español pero con un fuerte acento extranjero, como Van Gaal en sus alocuciones cuando entrenaba al Barcelona. Cuenta que es camionero. En su Volvo de dieciocho ruedas baja jacuzzis desde el puerto de Rotterdam y sube aceitunas y aceite de oliva en el trayecto de vuelta. Asegura tener el corazón partío, como el de Alejandro Sanz, entre Verstappen y Alonso. Saca su DNI holandés y no miente, pone «Paco». No Francisco, no: PACO. «Mi padre es español, y tengo familia aquí».

Múltiples pantallas para no perderse nada de lo que sucede en Miami.

A unos minutos de empezar la carrera las camareras aceleran el paso, porque todos piden una nueva ronda antes de que empiece el jaleo. David Coulthard entrevista a alguien en parrilla, Luís Fonsi canta el himno, los mecánicos dejan a los coches solos y la luz roja se apaga. Los coches salen disparados y el rumor se vuelve estruendo cuando Max deja atrás a Sainz en la primera curva. El chillerío y la salva de aplausos casi desmoronan la figura de arena que hay a unos metros en la playa. Miras a un tipo de color y collares dorados que hay sentado cerca. Parece el hermano canijo del Equipo A. Viene a ver a Lewis. Dice que no con la cabeza. Sabe que el británico hoy no va a disfrutar mucho. Le sonríes, se encoge de hombros y ves sus blancos dientes. Chocamos los puños y volvemos la mirada al 42 pulgadas. Lo que una la Formula 1, que no lo separe un mal adelantamiento en pista.

El mismo tono del que esperaba algo más puede verse en los rostros del bar de al lado, el The Sunset Inn. El cartel de la entrada, casi más grande que la propia denominación del garito, lo pone claro «Full English Sky Sports». Queda evidenciado que las retransmisiones deportivas en la lengua de Shakespeare son el eje de su negocio. Allí solo ingleses, callados, trasiegan sus birras y casi nadie habla. Lewis salió sexto y sigue sexto. De momento nada que celebrar entre los hijos de Albión. Siguiente bar, tres seguidos, con F1 en menos de 40 metros: el Caribbean Beach Club, con retransmisión de vuelta al holandés.

En la Pizzeria Gabriella también se cuelan neerlandeses a ver la carrera.

Al salir de olisquear dentro tienes que mirar el reloj y la fecha en el teléfono porque tus sentidos te dicen que has viajado a los años 70. Deslumbrado por las luces interiores y salir a la negra noche, solo el oído funciona dignamente, y se escucha en un altavoz que no ves la voz de Maruja Garrido cantando una rumba, «Esperaré». La Garrido volvía loco a Salvador Dalí cuando tus padres probablemente no eran ni novios, pero vivió una segunda juventud hace poco en el programa televisivo «La Voz Senior». Ante las cámaras bailó como una veinteañera ante los incrédulos ojos de David Bisbal. La murciana tuvo que ser como la eurovisiva Chanel de la época… menudo motor, que energía.

El salto rápido nos lleva a un clásico en la zona, Playa Miguel, hotel-chiringuito-restaurante, con atmósfera muy parecida. Cerca, el Klik Spain, con cuatro pantallas y más de lo mismo. En el Het Trefpunkt nos atiende Robin, mitad canadiense, mitad holandés. «S-si-mi-hablás-in-english-is-mihor-poo-que-mi-isp-paniol-is-no-bueno». Dice que triplican el aforo habitual cuando corre Max, y que toda la clientela suele ver muy atenta la pantalla sin decir mucho. El aluvión de datos y cifras, añadido a la acción en pista, suele dejar a los asistentes en estado cervezocatatónico, al menos aquí.

«¡Max, Max, Max, SuperMax!»

Se disputa la vuelta 19 y Mick Schumacher cae bajo las garras de Kevin Magnussen. Günter Steiner asoma en pantalla, hace un gesto de queja silenciosa, y un tipo de cara rojiza levanta una copa de vino tinto con la que parece brindar a la salud del director de Haas F1. Se gira hacia este reportero, guiña con el izquierdo, y enseña la dentadura con una sonrisa como la del gato Garfield tras hacer una trastada. Parece disfrutar. Steiner, en Miami, es obvio que no. Una pareja mayor está bajo la pantalla, inertes, parecen dos momias, no por mayores sino por su arreactividad a lo que ocurre alrededor, parecen congelados con la mirada perdida en la pared de enfrente. Preguntas y la respuesta es «esto no tiene nada que ver conmigo, no le hago mucho caso». Ah, pues perdonen ustedes. Ella sonríe con cierta amabilidad, y asiente con la cabeza, pero el tipo ha adquirido golpe el aspecto huraño de los que no han recibido la pensión en los últimos seis meses. Ahí acaba la charla.

Pocos metros más allá está el Grand Cafe The Launch. Lo abrieron hace dos años y medio. Cuenta con cuatro pantallas enormes y suena el audio ambiente de la carrera, nada de comentaristas. El techo está cubierto con tela de camuflaje militar, hay poca luz. El tono oscuro tipo bistro aporta elegancia al lugar y realza el brillo de las televisiones. Vera es la encargada y confirma lo ya sabido: el público se multiplica cuando hay Formula 1, Max Verstappen sirve de gancho. De golpe suena jaleo fuera. Tambores batucados resuenan y cuatro bigardos que parecen haber salido del equipo olímpico de gimnasia de Brasil mezclan capoeira, saltos y acrobacias a cambio de unas monedas. Na-die-gi-ra-la-ca-be-za. Nadie. El baile que interesa es el de Los Miami. Los brasileños acaban yéndose con la música a otra parte a los pocos minutos, cuando ven que no hay nada que hacer contra los bólidos.

El paseo marítimo está trufado de establecimientos, apenas hay locales vacíos, pero queda clara una cosa: sin pantallas no hay paraíso. Los que ofrecen la F1 tienen gente, a los que ponen fútbol no les va igual aunque tiran, pero como no tengas nada de esto, cero cartón. Toma nota, hostelero, aunque…

En la Marisquería Antonio usan mantel de hilo y sus camareros llevan chaleco y camisa blanca, y tienen fibra óptica. Por eso las dos parejas que por separado están viendo a Max en sus teléfonos pidieron algo antes de la carta: las claves del WiFi. Las copas de sangría duraron poco, pero las seguirán pidiendo hasta que su paisano cruce la meta. En El Elefante tienen más de cuatrocientas figuras de paquidermos, la más grande de ellas sobre la puerta. También tienen Sky Sports y dos pantallas. Está lleno.

En el Winstons, al lado, está sentada Helen. Noventa y dos años, pelo completamente blanco y muy cuidado, gafas gruesas, Sonotone y una muleta. «No me pierdo ninguna carrera en la que corra Lewis Hamilton, pero Russell lo está haciendo muy bien este año», dice en voz baja y acento escocés, «en realidad lo que me gusta es el golf». Levantas las cejas con modulada sorpresa sin decir una palabra. «Jugarlo nooooo, verlo, ver las partidas, obviously». Se vuelve a su pinta de cerveza negra y clava su mirada sobre la pantalla.

El interés por la Fórmula 1 se ha multiplicado en Países Bajos... y en Torremolinos.

En el «Sensaciones» tienen un pequeño altar dedicado a Max Verstappen, y nadie muy bien como, se les ha colado un pequeño Ferrari a escala, un okupa italiano. A unos pocos metros, en un una pequeña Italia donde el okupa sí es holandés, está la Pizzeria Gabriella. «Le puse el nombre de mi madre», dice Gabriele, un pizzaiolo que cayó por Torremolinos justo una semana antes de que se declarase la pandemia. No fue un gran comienzo. «Pero es un sitio estupendo, estoy muy contento de vivir aquí. ¡¡FORZA FERRARI!!», remata, y el camarero holandés del bar de enfrente, que ya acabó su turno y tiene sentado al lado se vuelve lentamente y le dice con voz mecánica y gesto inanimado: «Max». Los dos ríen al unísono.

Como en un circuito, el paseo-durante-la-carrera acaba donde terminó, en el De Brabander. Verstappen ganó, los aplausos y vítores ahogan el sonido de la televisión, hasta que de golpe empieza a sonar una pegadiza copla entonada por el DJ Tim Schalkx. El título es «Hoe heet de zoon van…» y todos corean, como si fuera un himno. Traducido dice algo así como «¿Quien es el hijo de Jos Verstappen?, Max Verstappen, Max Verstappen». Te despides de los nuevos amigos, la gente del bar. Quieres pagar el refresco que tomaste y no te dejan (gracias, Frans) Enfilas hacia el coche de vuelta a casa cuando te ves rebasado por grupos de guiris. Achispados y con el tono alto que proporcionan los vapores etílicos sueltan palabras que resultan reconocibles pronunciadas en cualquier idioma… circuito, curva, meta, Red Bull, Pirelli, carrera, Safety Car…

Lo mejor llega al final. Al aparcamiento llevas la moneda que no encontraste en tus bolsillos al llegar pero que prometiste al encargado antes de marcharte. «Buenah noshe, caballero», dice el gorrilla. En la penumbra te das cuenta de que, gorra mediante, lleva marcado en la frente un logotipo que te resulta familiar. No es otra cosa que un cavallino rampante, parido en Maranello. Torremolinos está lejos de ser un lugar perfecto, pero sin ser el paraíso, juntas todas estas cosas y piensas que ese lugar debe parecérsele bastante.

Fotos: J. M. Zapico

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