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Virutas F1Fotos desde Montmeló

El paso de los coches sigue siendo una sensación única incluso aunque ni siquiera se vean. Basta con cerrar los ojos y dejar abiertos el resto de los sentidos. Cuando van llegando el ruido es más agudo, cambia a más grave al pasar, y la onda sonora te golpea un instante antes de que te acaricie la pequeña ola de aire cálido que desplaza.

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Publicado: 12/03/2018 08:30

Así una y otra vez. Aprecias el chirrido de los neumáticos que en la era híbrida sí se pueden escuchar. Con los ojos ya abiertos percibes qué coches van sobre railes, cuáles comienzan a acelerar antes. Las chispas que salen de la panza en la subida a La Moreneta delatan quienes aún tienen problema con el set-up o qué chasis van al límite. Se aprende mucho de los monoplazas viéndoles salir de las curvas. Cuando la actividad sobre el asfalto decae, te ves rodeado de algún bombero, los de seguridad y los tipos de las ambulancias, exactamente los mismos que te atendieron cuando hace diez años te la pegaste justo ahí con una moto; se siguen riendo cuando se lo recuerdas, porque hay muchas formas de hacer el ridículo y de las mejores son casi siempre protagonizadas a dos ruedas.

El porrazo fue sonoro pero nunca esperaban que tras la caída no hubiera soltado el sandwich que sujetaba con la izquierda para frenar sólo con la derecha y el freno delantero. También te topas con Chris Horner, Pedro de la Rosa, Franz Tost, Andy Soucek y unos cuantos fotógrafos que van y vienen en silencio. La curva previa a la nueve, una ciega de derechas que resulta ser la verdadera prueba del algodón al agarre aerodinámico, es muy reveladora técnicamente al ojo entrenado, pero muy poco agradecida para los fotógrafos. Por eso aparecen, captan unas pocas instantáneas de los personajes con un angular y se marchan.

Este año hay un elemento extra, muy disimulado el año anterior, pero tu napia no te engaña: el ligero olor a fritanga delata que los motores queman aceite, unos más que otros. Te rememora vagamente a cuando las motos de MotoGP eran de dos tiempos y te das cuenta de lo viejo que eres.

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Desconectas los sentidos y te vuelves a esa avenida de alta tecnología huérfana de nombre, camiones impolutos y donde se mezclan el becario con el amo de multinacional, el discapacitado en silla de ruedas con el piloto del helicóptero, el Campeón del Mundo con el desempleado con pase. Es un planeta propio con una única clase social: los velocicaptores, todos buscan que las cosas ocurran un poco más rápido. Uno de ellos es Peter Prodromou, el padre del coche de Fernando Alonso, que cabizbajo atraviesa el paddock con una leve cojera del pie derecho. Sus incipientes canas, su figura achaparrada y su discreto caminar sólo le hacen diferenciables del portero de un colegio por el flamante uniforme de McLaren que porta. De hecho pasa al lado de uno de los grupos organizados por el Circuit para visitar las instalaciones y nadie le reconoce; es lógico, apenas sale por la tele y su rostro no es popular.

En McLaren no lo vieron mal, les permitieron el acceso, y pudieron casi preguntar a Brown como si fueran un reportero más

Tres de estos grupos deambulan por las instalaciones en cada jornada y visitan dirección de carrera, la sala de briefing, diversas dependencias y les dan un voltio en microbús por los viales de servicio del circuito. Hay pocas, muy pocas sensaciones como la de ir moviéndote por una pista y que de golpe te adelante un Red Bull o un McLaren o el que toque. Si puedes hacerlo, hazlo. Cuesta 50 del ala y pocas veces vas a hacer algo así, de hecho son los pases que más rápido se agotan. Otra de las posibilidades que otorgan esos 50 leandros es la de realizar tu propia glory lap por el paddock durante 20 o 30 minutos. Ves los camiones, los hospitalities, los tocas, te cruzas con ingenieros, mecánicos, incluso con pilotos si coincides con ellos entrando y saliendo de boxes, puedes hacerte todos los selfies que la memoria de tu teléfono aguante e incluso puedes colarte de estrangis en alguna rueda de prensa.

Esto fue lo que hicieron unos pocos colegas con acento alemán en el encuentro con la prensa de Zak Brown. Los pilotos suelen hablar con los medios al acabar la jornada pero el yankee decidió someterse a exposición pública a mediodía, esto coincidió con una visita, y los más atrevidos de un grupo se colaron en mitad del encuentro con la canallesca. En McLaren no lo vieron mal, les permitieron el acceso, y pudieron casi preguntar a Brown como si fueran un reportero más. Se fueron rápido sin saber muy bien qué hacer. Eric Boullier y Zak Brown se han fajado contra una pléyade de periodistas, en su mayoría españoles, que les han pedido explicaciones por una pretemporada fallona y repleta de incidentes. El mensaje a transmitir fue claro: tranquilidad, que estamos aquí para esto y es mejor que ocurra ahora que en temporada. Ninguna sorpresa.

Al salir te topas con Andrés Castillo, integrante del equipo Mahindra de Fórmula E y responsable del máster para técnicos en motorsport de Campos Racing. Va rodeado de una quincena de estudiantes. El 75% de ellos estará incrustado en alguna formación el año que viene, así que si hoy te cuentan todo lo que saben, en justo un año serán como la concha de un galápago ante preguntas indiscretas; guardarán sus secretos a mano armada si es necesario. Castillo echa de menos el sonido de los motores atmosféricos, “la F1 no debería perder eso”, y le garrocheas con un “¿y me lo dices tú, que curras con coches eléctricos?” y brotan las risas. Nos guste o no, el futuro es silencioso.

Robert Kubica conversa con Alex Wurz junto al camión de Williams Racing.

El año pasado las vecinas instalaciones de Campos en Granollers hicieron de sede de un personaje de la Fórmula 1: Lance Stroll. El canadiense consideró que los hoteles de los alrededores no servían a sus propósitos y transportó un enorme trailer-chabolo en el que durmió las dos semanas completas de los tests de 2017 a unos minutos del circuito. Con dos cocineros y dos guardaespaldas que le acompañaban permanentemente, permaneció hospedado en el polígono industrial porque no le permitieron montar su casa rodante en el paddock. Mientras estaba rodando, sus cuidadores iban a hacer la compra diaria al mercado, o se afanaban en mantener el camión impoluto. Para acceder al mismo había que descalzarse y las puertas se abrían poniendo la mano en un sensor que descodificaba la huella táctil. Cosas de ricos.

De golpe te pasa como una exhalación un ciclista vestido de negro de arriba a abajo. Gafas negras, gorra negra, maillot negro, pantalones negros y esos extraños calcetines aerodinámicos por encima de las zapatillas, igualmente negros. Es Robert Kubica, que sale a rodar con su bici. A la vuelta te lo topas de nuevo y le preguntas. La respuesta es: “sesenta kilómetros, en una hora y cincuenta minutos”. Ahí lo tienes, podría correr La Vuelta a España.

A mi no me la pegan, son un grupo de nuevos ricos. Su gañanería no se demuestra al verles sino al oírles

Un poco más allá te cruzas con un grupito de tipos de aspecto cuidadosamente desaliñado. Todos gastan vaqueros de firma, zapatillas deportivas caras, hablan francés, y usan una gorrita común en cuya visera se puede leer “Private Jets”. A mi no me la pegan, son un grupo de nuevos ricos. Su gañanería no se demuestra al verles sino al oírles. Uno de ellos usa su iPhone como los negros de Harlem en los 70 usaban sus radiocasetes. El tío pamplinas va andando por el paddock oyendo un rap en francés, y lleva atado el teléfono con un cable verde pistacho a una batería que lleva en el bolsillo trasero de sus pantalones. Un turista sin gusto, afición, ni maneras. Puaj.

“¡¡¡¡RICARDO, RICARDO!!!!”, escucho a voces como si estuvieran gritando fuego. Son media docena de chicas, muy jóvenes, que no acierto a saber cómo puñetas han conseguido colarse allí, pero desde lejos han visto a Daniel Ricciardo, el-tipo-que-jamás-dice-no a un selfie o un autógrafo. Las chicas aparecen corriendo como si repartieran billetes de a 500 y dan caza al incauto piloto que se presta sin reflejar el más mínimo atisbo de pesar. Ole por el australiano. Por cierto, se nota que Aston Martin ha redoblado sus inversiones en la escudería azul; si el año pasado tenían dos de sus coches para ser usados como taxi por la formación, este año tienen aparcados al final del paddock cuatro.

Los que no tienen Aston Martin de taxi son la gente de McLaren. Jonathan Neale ha de coger un Skoda Superb con piloto verde en su techo para irse al aeropuerto, y le saludas, “hey Jonathan, estuviste magnífico en el anuncio de Alonso con tu español”. El directivo se descojona, y te suelta un “maaaai espanioool is buinou. Mai asentooou es mehooor ahora, ¿si?”. En McLaren decidieron introducir sentido del humor tras tres años de pésimos resultados y una integración fallida con Honda. Fue un matrimonio mal llevado, probablemente por las dos partes. En Toro Rosso han entendido esto de otra manera. Lo primero salta a la vista: no hay uniformes separados de constructor y motorista, aquí van todos del celeste corporativo de la formación. Los japos se visten igual, comen en el mismo sitio, e incluso a los de Faenza les dieron un curso intensivo de cómo tratar con los orientales. Nada de abrazos ni gestos de cercanía física, mejor no tocar, brazos pegados al cuerpo, nada de voces fuertes, eludir palabras negativas, ofrecer reverencias, y una serie de códigos para hacerles sentirse a gusto. Tost aprendió en cabeza ajena, la de McLaren.

Entre dos camiones tropiezo con Alex Wurz.

Hey, Alex, tengo una apuesta con un amigo en la que tú sales de por medio. Le espeto tras saludarle.

Enga ya, ¿en qué me has metido?

Tú vas a ser algún día presidente de la FIA.

No, no voy a ser presidente de la FIA.

Pues voy a perder diez leuros.

Serás diez euros más pobre. Risas.

Unos pasos más allá charlas con James Allen, de la BBC, con el que mantienes una ‘charla halística’. “Qué te parece el Halo, Zapi, a mi no me gusta nada, es feo de narices”. Expones tu teoría, y hablas de la seguridad, la historia, el futuro, la integridad de los pilotos, y rematas con un “tú vas a ver los F1 cubiertos algún día, no sé si totalmente como un Le Mans, o con una cúpula aeronáutica, pero esto del Halo no es más que la prolongación hacia arriba de los laterales del cockpit. Va a ocurrir”. Allen, ladea la cabeza, asiente y dice “sí, buen punto de vista. Me temo que ocurrirá, pero el Halo no me gusta”. No gusta a casi nadie, igual que la obligatoriedad del casco en las motos, pero lo que parecía un mojón a casi todos, acabó asumiéndose. Se dejará de hablar del Halo mucho antes del verano, de hecho ya casi no se habla.

Lo mejor, lo fascinante, llegó al final del día. Sentado en la mesa del hospitality de Renault con Alain Prost, Andy Stobart (jefe de prensa del equipo) y un representante de una marca patrocinadora, recibo un golpe seco en el cogote. De espaldas al pasillo creado por las dos filas de mesas puede ser un amigo ‘que me saluda’ o alguien que ha tropezado. Me vuelvo y me encuentro a un chico joven, de color, que muy tieso y sin apenas girar su cuerpo o cabeza me pide disculpas. Sus gafas oscuras, su bastón blanco, y como gira su cuello buscando información de su entorno lo deja claro: no puede ver. Me levanto, le cojo de la mano (algo que agradecen en sobremanera los invidentes) y le digo que no se preocupe, que no tiene importancia.

Le puede pasar a cualquiera. Le digo en inglés.

Si, pero a mí me pasa más. Y sonríe.

¿Has venido a presenciar los entrenamientos?

Sí, me gusta mucho venir cada vez que puedo. Y deja claro que no puede verlos.

Pero tú los sientes de alguna manera. Es fascinante.

¿Fascinante? No, tío, es normal. Afirma con cierto fastidio. Lo fascinante ha sido cuando los de McLaren me han dejado entrar en su box y me han permitido tocar su coche. Eso sí que ha sido fascinante.

No me jodas, ¿de verdad? Explícame cómo ha sido eso.

Chaf, que es como se llama, ladea su cabeza, sonríe de lado con picardía, me aprieta la mano, y me dice: “siéntate, que te voy a contar”.

Fotos: Motor.es

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