GP de Malasia de 1999, Schumacher como el ave Fénix
Salía segundo, pero el monoplaza patinó en exceso, perdiendo posiciones. Era la salida del GP de Gran Bretaña, el 11 de julio de 1999. Al llegar a la rápida curva de Stowe, ansioso por recuperar posiciones, los frenos fallaron y el Ferrari F399 número 3 salió directo contra las protecciones. Michael Schumacher no salía de su coche.
Fue el comienzo de otro fin en la lucha por el campeonato del mundo para Ferrari y Michael Schumacher, mientras los médicos excarcelaban al piloto y lo trasladaban al hospital. Fractura de tibia y peroné en la pierna derecha, lo que significaba el adiós al campeonato y el inicio de su rehabilitación.
En ese momento, nadie pensaba que el líder del mundial, Mika Häkkinen, iba a tener rival en el campeonato. Pero ese día en Silverstone abandonó, lo que unido a una serie de resultados adversos, puso al irlandés Eddie Irvine en posición de luchar por el título. El Ferrari F399 era un coche a la altura del McLaren MP4/14 de Adrian Newey.
Pero llegando al final de la temporada, y pese a la inestimable ayuda del finlandés Mika Salo en el otro Ferrari, la sensación era que la Scuderia necesitaba el regreso de su piloto estrella para ayudar a su número dos a ganar un mundial de pilotos que tardaba ya veinte años en volver.
Obligado a regresar
Michael Schumacher se había dedicado enteramente a su recuperación. Pero hubo un momento que cambió todo para el presidente de Ferrari, Luca di Montezemolo. Una llamada para interesarse por su piloto, y Gina Maria, la hija de la estrella del equipo, que revelaba que «papi se está quitando las botas de fútbol». Montezemolo no comprendió nada y puso encima de la mesa su autoridad: Michael debía volver.
Pero, ¿querían Schumacher y Todt ayudar a Irvine? El irlandés se iría de Ferrari a final de la temporada, ya confirmado su sustituto en el brasileño Rubens Barrichello. ¿Debería llevarse la gloria de devolver al éxito un piloto que en cuatro años no había estado a la altura de Schumacher? Las dudas eran más que razonables, pero Montezemolo.
En noviembre de 1999, el presidente dejaba claro que «Hice todo lo que pude para asegurarme de que Irvine tuviera las mejores condiciones posibles. Había rumores de que Irvine y Ferrari no lo ayudaban, pero ¿cómo puede la gente pensar eso? Me gustaría dejar claro que las historias sobre un boicot a Irvine son un insulto personal».
Y así, el 4 de octubre de 1999, Michael Schumacher, casi tres meses después, volvía a ponerse al volante de su monoplaza en Fiorano. Tras quince giros, el alemán chocó el coche. Se subió a otro. Pero su actuación no era la esperada. No era el Michael de siempre. Y tras la prueba, declaraba:
«Puedo entender que algunas personas se decepcionen porque no voy a estar en Malasia y Suzuka y sólo puedo decir que yo mismo estoy decepcionado por esto, pero ya lo he dicho antes: la gente espera que haga mi trabajo de la mejor forma posible, y no puedo hacer eso de manera consistente en una carrera entera. Puedo hacerlo durante cinco vueltas, y en carrera mis rivales no irán más lento solo porque yo no puedo ir más rápido.»
“No fue una experiencia agradable porque todos los pensamientos que tuve en Silverstone vuelven inmediatamente y eso no ayuda. Normalmente hago fácilmente dos, tres horas de ciclismo con un ritmo cardíaco muy alto. Ahora soy capaz de andar en bicicleta con un ritmo cardíaco bajo, realmente muy bajo y aun así tengo problemas en mi rodilla”.
“Estoy harto de este ir y venir porque ha sido muy difícil para mí. En un momento te sientes muy bien, crees que puedes hacerlo y tomo la bicicleta y hago el programa de entrenamiento, pero después me piden que retroceda un poco, y duele mucho pasar por este escenario todo el tiempo, porque intento prepararme, pero no puedo”.
En su despacho, Montezemolo se olía un «biscotto», una trama, un engaño. Lo reveló ese noviembre: «Cuando evalúo a Schumacher, me siento muy atraído por él. A veces se muestra temperamental. Schumacher es una persona muy sensata, pero me enojé mucho con él. Si quería hacer pruebas, ¿por qué no quería conducir?»
El retorno en Sepang
Y la orden fue clara. El 19 de octubre debería ponerse a los mandos de su Ferrari y ayudar al equipo para conseguir el mundial de pilotos y el de constructores. El lugar sería el nuevo circuito de Sepang, en Malasia, una obra de arte del diseñador predilecto de la F1 durante tantos años, el alemán Hermann Tilke.
Un trazado que se echa de menos en el calendario, tan lleno de urbanos anodinos. Con largas rectas, curvas enlazadas y una fluidez que premiaba a los grandes pilotos, el nuevo reto de Sepang incluía otro más allá del trazado. El calor, la asfixiante humedad en el ambiente. Nadie estaba preparado para eso.
O casi nadie. El mundo estaba expectante por el regreso de Schumacher, de su papel secundario hacia su segundo piloto. Una situación que se sumaba a la interesante lucha por el campeonato, con Häkkinen solo dos puntos por delante de Irvine, y McLaren ocho puntos en cabeza sobre Ferrari.
La clasificación
Y llegó la clasificación. Y todas las excusas de Michael Schumacher se trocaron en una primera muestra de superioridad asombrosa. En la sesión de una hora de duración, con 12 vueltas por piloto a libre disposición -lo normal eran cuatro vueltas rápidas-, el alemán resurgió como el ave Fénix.
Era imposible, pero de sus propias cenizas, de su derrumbe en Silverstone, de sus dudas -ficticias o no- en Fiorano, resurgió un piloto más implacable, más superior y más sublime al volante si cabe. ¿Por qué? En la tabla de tiempos estaba la respuesta: 1’39’688, pole position. A 0’947 segundos, su compañero Irvine. A 1’118, el vigente campeón, alguien tan veloz como Mika Häkkinen.
La tranquilidad de Michael en la rueda de prensa denotaba cierta sorpresa, seguramente fingida: «Esperábamos ser fuertes, pero estar un segundo por delante es claramente sorprendente. Estoy seguro de que hay razones para ello, pero el coche es muy bueno, así que no es realmente una sorpresa estar en cabeza».
La carrera
Con treinta grados en el ambiente el día de la carrera, los pilotos sabían que se iban a enfrentar a un día duro. Pero en el habitáculo del chasis 195 del Ferrari F399, Schumacher estaba listo para mostrar su superioridad. No sólo salió a la perfección, tomando el liderato, sino que al acabar la primera vuelta aventajaba en 1’7 segundos a Eddie Irvine, bajo presión de David Coulthard.
La diferencia subió a 3’1 segundos en la segunda vuelta. La señal estaba mandada a su compañero, a su equipo, a la parrilla entera y a quien aquél día contemplaba el retorno de Michael Schumacher: era el mejor piloto del momento, con o sin lesiones. Y entonces, se visitó de escudero.
En la tercera vuelta dejó acercarse a Irvine. En la cuarta, le abrió la puerta y le invitó a ser el líder, escaparse y tratar de vencer. Contuvo una vuelta a David Coulthard, pero el escocés le pasó y se fue hacia Irvine. Schumacher, mientras tanto, vigilaba a Häkkinen en cuarto lugar.
De hecho, Irvine se vio presionado por Coulthard, pero no lograba pasarle. Por suerte para el irlandés, el motor Mercedes-Benz del McLaren tuvo un problema con la presión de la gasolina y tuvo que abandonar en la vuelta catorce. Irvine era líder sólido con Schumacher como muro protector.
Operación vigilar a Häkkinen
Literalmente, un muro protector. Häkkinen llegó a la zaga del alemán en la vuelta dieciséis, y se encontró con un juego de retención limpio pero inmisericorde. Vuelta tras vuelta, el siempre certero piloto finlandés era incapaz de encontrar el lugar por el que pasar al Ferrari. El gato y el ratón.
Y mientras tanto, Irvine escapándose a más de once segundos en el liderato. Schumacher regalando una victoria. Hasta que más o menos mediada la carrera, en la vuelta veintitrés, Michael Schumacher empezó a subir el ritmo, dejando atrás a Häkkinen, impotente ante el ritmo del regresado.
Tras las paradas, el mismo juego. Irvine líder por cinco segundos, Schumacher segundo reteniendo de nuevo a Häkkinen, controlando cada movimiento del monoplaza plateado. En la vuelta cuarenta y uno, Irvine se detuvo en boxes por segunda vez, volviendo en tercer lugar tras Schumacher y Häkkinen. Seis vueltas después, la parada del finlandés dejaba a los dos Ferrari en cabeza.
A seis vueltas del final, Michael Schumacher lideraba con casi siete segundos sobre Irvine. ¿Podría ganar la carrera a una sola parada? Podría haberlo hecho, pero ralentizó, dejó que el chasis 196 del Ferrari F399 se acercase y, a cuatro vueltas del final, volvió a dejarle pasar. Se puso a su estela y cruzó la meta a sólo 1’040 segundos de diferencia. Häkkinen estaba a 9’743 del ganador.
Podría haber ganado la carrera, pero cumplió con su equipo. Para mayor escarnio, mientras en el podio Häkkinen tenía que sentarse e Irvine estaba empapado, ambos exhaustos por el cansancio, Schumacher se mostraba fresco, con energía como para seguir corriendo otras 56 vueltas en el calor malayo. «Este tipo es deprimente: no sólo es el mejor número uno, sino que también es el mejor número dos», decía Irvine en rueda de prensa.
Ferrari campeona, Irvine no
Luego llegó el asunto del centímetro del deflector lateral, la descalificación, la anulación en apelación. Y Japón, con Irvine líder del mundial, con opciones reales de ganar el título. Pero ese día, Michael no estuvo tan soberbio, tan perfecto, ni retuvo a Mika, ni le persiguió con ahínco. Estaba ahí, pero haciendo lo necesario para el equipo, no para su compañero.
Porque en Japón, Ferrari lograría su primer título de constructores en 16 años. Quede claro: Ferrari. ¿Irvine? Sólo fue subcampeón del mundo. Lo tuvo en la mano, pero no recibió otra mano. Cero reproches por su parte, así es la Fórmula 1, así era Michael Schumacher.
Pero ese día en Malasia, la soberbia en el pilotaje y la superioridad física y mental del alemán supusieron abrir definitivamente las puertas del Olimpo deportivo. En el siguiente lustro, el mundo se tintó de ‘rosso corsa’ de las manos del Fénix que resurgió de sus cenizas más fuerte que nunca.