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Virutas F1Viaje con nosotros

Costó algo de trabajo arrancar el hielo pegado al cristal del Megane de alquiler, la nube de vapor que salía de la boca al andar desaparecía con rapidez, y la cazadora de las rebajas ejerció de parapeto ante los seis grados que marcaba el termómetro del coche. Pero mientras caminabas hacia el paddock todo ese escozor que tu destino te tenía guardado se trocó en una amplia sonrisa al escuchar el bramido del primer motor que escuchas este 2019.

25 min. lectura

Publicado: 05/03/2019 17:30

Los test de pretemporada son como el aperitivo del atracón de carreras que se van a pegar las diez escuderías este año. Es la metadona que necesitas meterte en vena tras el letargo invernal que vives con un síndrome de abstinencia tal que la repetición de las carreras por Movistar no terminan de paliar. Tras pasar por la Rotonda de los Caídos, ese particular Valle de Montmeló donde habitan los que ya no están, llegas al tercer control de seguridad y es el que te permite pisar uno de los barrios que albergan una de las mayores densidades de materia gris del planeta. Como en todo ecosistema, hay especies y subespecies, y en la fauna endémica de unos test hay cuatro tipologías de acuerdo con su papel en el guión:

1.- El currito, de uniforme o con algún elemento en su atuendo que indique su tarea ya sean los colores de su equipo, la organización, un chaleco o un pase especial. Hay desde mecánicos, y hasta los pilotos del helicóptero sanitario pasando por seguretas, camareros, mensajeros o azafatas.

2.- El fanático, porque es que hay que serlo para ir a ver unos test, y alabados sean ellos en el nombre de Bernie Ecclestone. Raro es el que no lleva camiseta, gorra, mochila de escudería o cualquier elemento colorista propio de su ídolo particular. Por norma general suelen ser especímenes jóvenes y acompañados de progenitor o tío/tía generosos.

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3.- Los invitados, los más peligrosos de todos. Amigos de un cuñado de un jefe de nosequé que arriban en primera clase al teatro de operaciones. Siempre apuntan con su nariz al cielo, comen bien bien, tienden a ser guiris que no se relacionan con los que no son de su grupo, y al salir es habitual verles portar una bolsita con regalos suculentos. No tiene porqué gustarles la F1.

4.- Los trajeaos. De esta tipología quedan cada vez menos, y son más frecuentes durante los gepés. No son los más VIPs de todos, que esos van a su aire, sino los que suelen hacer funcionar el negocio. Publicistas, comisioneros, contratadores y oferentes de productos o servicios con oficio y beneficio a veces con nada de lo segundo.

El oficio de los dieciséis acreditados por AWS aún no ha quedado demostrado pero lo del beneficio seguramente lo vas a recaudar tú. ¿Que qué pintan 16 tíos de Amazon Web Services en los test de pretemporada de Montmeló? Te vas a enterar, dales tiempo, pero ya hay varios vídeos por ahí y gracias a ellos las carreras van a adquirir una nueva dimensión.

Y para dimensiones los camiones de Toto Wolff y Lewis Hamilton. Ellos, junto a Lance Stroll y Valtteri Bottas son los cuatro que han querido tener su propia casa rodante en el trazado catalán, pero las de los dos primeros bien podrían salir en alguna de las películas franquicia de Transformers. Trailers gigantescos, de esos que se abren hacia los lados para crear un enorme espacio hogareño en el que pasar ratos muertos en las pistas. Allí se duchan, se dan masajes o se echan una siesta para estar a mano en todo momento. Las jornadas de los ingenieros en test no tienen limitaciones horarias y si a alguien se le ocurre algo, siempre es mejor estar allí que lejos en un hotel. Detalles como éste determinan el grado de compromiso y las po$ibilidad€s de cada cual. Por cierto, ni una sola pegatina, marca, señal, etiqueta, nombre o logotipo en ninguno de ellos. Igualitos que el trailer-taller negro que albergaba a KITT, El Coche Fantástico de Michael Knight.

El que paga uno de estos camiones es junto a Jody Scheckter el tío más sieso que te has topado jamás en un circuito. Le ves caminando solo, con sus cascos de equipo puestos, te vas hacia él con educación y le sueltas un “Mr. Stroll, may I ask you a question?”. Y el colega frunce el ceño, apunta su napia hacia el cielo, y te manda directamente al cuerno con un gesto despectivo, cara como de haberse tragado un filete de tachuelas, y el índice dibujando un no en el aire. A cambio aprovechas para cagarte en sus muertos más frescos, y le prometes que el poco probable día que venga a pedir que hable bien de su equipo o su hijo, le darás el teléfono de El Mocito Feliz para que se haga cargo del tema. De paso le deseas, como en una maldición gitana, que le salgan unas almorranas que ojalá le duren hasta que su vástago sea Campeón del Mundo. Ahí lo llevas, fenómeno.

El camión personal de Lewis Hamilton, en el paddock de Montmeló.

Su némesis en las pistas es Pietro Fittipaldi, el nieto de Emerson. El chico es todo sonrisas, simpatías, amabilidad, y casi ternura. Te ofrece la mano, sonríe para los selfies, incluso para a gente para que sujete el iPhone y puedas hacer una foto mejor. Es un tipo increíble. “Pietro, ¿qué?, el año que viene los reyes te van a traer un Haas?”. El chico se encoge de hombros y sonríe aún más. Majísimo. En el restaurante Montana tiene su firma en un mantel de la Mamma Rosella que cuelga de la pared al lado del que firmó años antes su abuelo Emerson.

Joan te llama y te dice que quiere encontrarse contigo de alguna manera, que te lee con atención y le gustaría hacerse una foto. No te puedes negar, y acudes a la zona comercial, tras la impresionante tribuna principal, y allí aprecias la cantidad de niños enmochilados que hay en el Circuit. El trabajo de los organizadores invitando a los colegios del entorno es digno de ser reseñado. A la vuelta hacia el paddock coincides en las catacumbas de la velocidad el túnel bajo la recta con una veintena de discapacitados psíquicos. Van acompañados por dos tutores, dos personas valiosas y valerosas, porque hacerse responsable de ellos no es un trabajo para cualquiera.

Son del grupo Prodis de Tarrassa, y a juzgar por sus risas, su inquietud y lo agitado de su comportamiento, parecen ser los que más disfrutan de todo el jaleo de las carreras. Cristina es una de sus acompañantes, y lleva de la mano a uno. Se llama Álex, se mueve con cierta dificultad, a pasos cortos y algo titubeantes. Usa gruesas gafas y se agarra a la barandilla para bajar por las escaleras, ¿y qué haces? ¿Pues que vas a hacer? Ayudarle. “¿Y cómo te llamas?” preguntas a Álex cuando le coges de la mano. “José Manuel”. Y Álex ríe, sonríe, repite el nombre y se atasca con la jota. Me cuenta que le gustan los coches rojos, le gusta el ruido y le gusta el ambiente. Llama la atención algo: le da la mano a todos y cada uno de los porteros, comisarios, y vigilantes apostados en los accesos, uno a uno. Es el tipo más agradecido de todo el circuito. Al soltar la mano en lo alto de las escaleras da las gracias, y se despide con un “gracias, José Manuel”. Te emocionas. Cristina asiente con la cabeza y sonríe, cómplice.

Vas a dirección de carrera, a la sala de pantallas, a realizar una pequeña gestión y te cruzas con Charlie Whiting que te suelta un “hello”, acompañado de un asentir con la cabeza. Sebas Vettel se acaba de atizar contra las protecciones y tras comprobar que no era grave se vuelve a un despacho a responder emails. Deja todo en manos de Colin Heywood, su mano derecha y una chica, que uniformada de FIA te dice mirando a la pantalla “Vettel siempre se queda al lado del coche cuando se para en la pista”. Me explica que de manera habitual los pilotos que se estampan suelen salir de escena con premura, pero el germano siempre se queda hasta subir el coche en la plataforma y ayuda a sus mecánicos a cubrir el monoplaza.

Charles Leclerc firma autógrafos en el paddock de Barcelona.

En esta ocasión ha ocurrido algo. El sensor de impacto alojado en su coche ha hecho saltar la alarma médica. Los 17G del porrazo le obligan a pasar por el hospital del circuito, así que es recogido por el coche médico rompiendo el protocolo habitual. El proceso consiste en que Nagore o Georgina salen desde el pitlane en un Nissan Pathfinder blanco, curiosamente con volante a la derecha, y recogen a varios mecánicos en el box del equipo implicado. Va por la pista hasta donde está el inanimado vehículo, deja allí a los mecánicos, y se vuelve con el piloto. Luego hace un segundo viaje a por los mecánicos que decidan no volver sobre la grúa asegurando que la lona cubre el coche, que no son todos.

El tetracampeón siempre se queda hasta el final de la escena a menos que se le insista por parte de los médicos. Tras un impacto de cierto calado como éste han de pasar la denominada “visita de reinserción”. Sin ella y el documento escrito que prescribe el médico del circuito, no podría volver subirse a un F1. Si por alguna razón esta revisión no es posible al final de una carrera por motivos de logística, esta visita-de-reinserción tendría que pasarse en la siguiente cita antes de volver a subirse en un monoplaza.

Luis Moya estira el pescuezo buscando el origen de aquel sonido. Sólo se te ocurre soltar con voz queda: “a rasssssss”

Se acerca la hora del alpiste y ya va haciendo hambre. El mejor comedero del mundial es el del equipo que jamás pierde una carrera: Pirelli. Allí el master chef Fabrizio Tanfani te echa el mejor pienso del paddock. Te sientas en una mesa para cuatro con Raimon Durán, al que le comentas una confidencia personal, y casi se cae de espaldas de la silla. Acompañado de ruidosa carcajada le ves todos y cada uno de sus empastes, Josep Lluís Merlos desde la barra se gira oteando la escena extrañado, Carlos Sainz Sr. en la mesa de al lado se vuelve con rostro inquisidor, y al otro lado del mantel Luis Moya, su ex-copiloto, estira el pescuezo como un avestruz buscando el origen de aquel sonido. A ti sólo se te ocurre soltar con voz queda: “a rasssssss”, y te encoges volviendo tu mirada hacia los tagliatelle con calamares sobre cama de humus con adorno de tinta, pistachos y flores comestibles, un plato que parece diseñado por un ingeniero. Tanfani lo es, pero de los fogones.

Al salir por la puerta de apertura automática como las de El Corte Inglés te topas a una familia delante de la exposición de enormes Cinturatos traseros de F1 que dan la bienvenida al visitante. Marc viene de Barcelona con su hermano, su tío y su padre. Coge un neumático, resopla y dice “joder, como pesa”. Lo suelta, se libera de su gomoso tonelaje, y los cuatro se marchan. Un empleado de la firma milanesa sale de forma abnegada y en silencio a recolocar la rueda en su soporte de metacrilato de forma que el logotipo esté recto, paralelo al suelo, dispuesto en uniformidad con sus otros cuatro hermanos redondos de distinta dureza. Esta jugada casi imperceptible del ordenamiento y perfección generales es el modus vivendi de la F1, un patrón vital, un credo que hay que rezar a diario.

Uno de los neumáticos Pirelli que se utilizan en la Fórmula 1.

Aún con el sabor del té tras el postre entre los dientes, te cruzas con Gus (nombre ficticio). Gus curra para un equipo bajo el eufemístico nombre de “fotógrafo técnico”. Gus no hace fotos artísticas, no saca el sol desenfadado en sus imágenes, no busca reflejos, ni emborrona los fondos de sus imágenes como hacen los pictorialistas. Gus es un cazador y su blanco son los detalles de los coches de la competencia. Tiene su chaleco oficial, su pase oficial, y su cámara está repleta de pegatinas de FOM que le acreditan con libre acceso a los viales de servicio, paddock y pitlane, pero se reúne con ingenieros del equipo que le paga y le dicen: fíjate aquí, aquí y aquí. Esos ‘aquíes’ suelen ser tres lugares muy concretos en pretemporada: bargeboards, todo lo que envuelve el tren trasero y las distancia de los monoplazas con respecto al suelo. “Y sácame también fotos de como queda la parafina tras salir a pista por primera vez”, puede leer en su móvil antes de salir a pista.

Una vez un jefe de mecánicos lo pilló con las manos en la masa y le obligó a borrar tres fotos de su coche. Cuando le vio tirado en el suelo, con la cámara a nivel del asfalto y obteniendo imágenes de la posición del ala delantera con el coche parado se olió la tostada y le dijo “borra eso ahora mismo”. Obedeció. “No es lo mismo que el coche esté quieto que en movimiento; la posición del ala es distinta y en pista esto no es tan importante. Es en parado donde se encuentran las ideas. Una de las zonas de mayor interés para ellos es todo lo que rodea a los frenos traseros. Esa zona apenas se ve y suele estar muy trabajada. Hay derivas, aletines, conductos raros y cosas que ellos valoran y miden. Para mirar ahí bien y me enseña algunas fotos en su teléfono hay que esperar a que saquen las ruedas en el box, y es entonces cuando me pongo las botas”. Técnicas de paparazzi aplicadas al espionaje industrial de la velocidad. Es legal, se ve a simple vista si te acercas mucho que tapen mejor los coches.

Te cruzas con un pavo que va vestido con un pijama de Star Trek. Es azul y dorado, y muestra el logotipo de la Federación de Planetas. El espíritu de Mr. Spock se te debe haber introducido durante el postre porque de forma automática le haces el saludo con la palma de la mano abierta y con eso de los dedos pegados que hacen en las películas. El tipo te mira con cara de asco y mira para otro lado. No sabes si es que te acaba de llamar cretino sin palabras, está tan imbuido en la galaxia trekkie que te ha confundido con un Klingon, o sencillamente el gesto tiene otro significado en el idioma de su planeta. Gino Rossato, el mecánico de la barbita que agitaba la bandera española cuando Alonso ganaba vestido de rojo, observa la escena y no le hace ni caso. Rossato no es italiano sino canadiense y es uno de esos extraños casos de éxito en el que un tipo, camarero de un hotel, acaba teniendo éxito en un equipo de Fórmula 1 gracias a su ingenio, trabajo y saber estar. Gino nunca fue mecánico, sino uno de los encargados de la logística de Ferrari.

Pasan mendas con cajas de contenido desconocido, con bandejas de comida, con enormes filetes de carne de vaca metidos en plástico al vacío, con ruedas, o bidones de gasolina. Te cruzas con gente tecleando en teléfonos, disfrazados de piloto, tipos con barba que les llega a la cintura casi como el amo de Rich Energy, o un colega tan ferrarista que va con camisa roja, corbata roja, traje rojo, calcetines rojos, y sombrero rojo. Adivina de qué color eran sus zapatos. Al lado del hospitality de Alfa Romeo tienen aparcados tantos Stelvios que parece que los regalen en una tómbola, igual que Mercedes donde Mercedes, Maseratis donde Ferrari o Aston Martins donde Red Bull. No hay nada como que te pongan un coche de empresa en un equipo de F1.

El centro de control del Circuit de Barcelona-Catalunya, desde donde se monitoriza todo lo que sucede sobre el asfalto.

Cae el sol, baja la temperatura, los coches abandonan la pista y el sonido de sus motores al paso se va intercambiando por el de los generadores que procuran electricidad constante y sin fluctuaciones. El público asistente abandona terrazas y gradas, y reaparecen en un paddock más populoso que cuando los bólidos corrían. Sí, las TV europeas pululan por entre los camiones durante el día, llega la horas de las americanas; con el cambio horario allí están los informativos de mediodía en plena ebullición y las conexiones en directo se suceden pero con los focos encendidos. Ya de la que te marchas para el hotel te cruzas con Dani Clos, que te abraza efusivo con su aspecto de cantante de rock de grupo sueco, Luis Garcia-Abad, el manager de Alonso que saluda sin pararse, o ese compañero de la tele que te ve desde hace años y siempre se las apaña para mirar para otro lado cuando apareces. Es obvio que no te traga, por una extraña razón que desconoces. Con toda la mala leche que albergas le llamas por su nombre y le espetas un “¿cómo andas, compadre? Malegro verte”, para descubrir que o su despiste está perfectamente medido o sencillamente es que la filoxera o el ruido de los motores le ha devorado el oído y esa circunstancia le impide oírte. Pobre.

Al salir por la puerta piensas en la intensidad de la jornada y echas cuentas con lo mejor y lo peor. Lo mejor, Álex y su apretón de manos; lo peor, la del tipo que se esfuerza en no dártela. Es la gente la que hace grandes tus días, y como en el resto de la existencia, en la F1 hay de todo. Al final lo que quieres es volver a casa, aunque a veces te confundas y no sepas muy bien cuál es, si aquella hacia la que vas, o la que estás dejando atrás. Como a Dinio, la noche te confunde.

El título de este artículo es el de una canción de la Orquesta Mondragón, grupo que cantó a la Fórmula 1 en 1980.

“Voy a correr/

ha llegado la hora ya/

yo y tu, motor/

juntos hasta el final/

ganarééééé, sí, lo vamos a lograr/

conseguiré contigo batir/

el récord mundial”

Fotos: José Manuel Zapico | Red Bull Content Pool

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