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Virutas F1Gigantes en la pecera

Cuenta la leyenda que tras el anuncio de liquidar el equipo Toyota en 2009, los empleados se despidieron de John Howett, el que fuera su director. En la fiesta final le dejaron pilotar un monoplaza en el parking, y este acabó estampado contra un muro de la fábrica.

Gigantes en la pecera
Jim Farley, CEO de Ford, durante la presentación de Red Bull en Nueva York.

12 min. lectura

Publicado: 06/02/2023 09:00

Leyenda o hecho constatable, se convierte en la perfecta analogía de lo que ocurrió al equipo: le dieron el volante a alguien que no estaba preparado. No es porque fuera torpe, sino porque era un pescado fuera de su pecera. Howett era un gran tipo, y así es como le tildan aquellos que le trataron, pero procedía de la red comercial de Lexus en Asia.

No estaba habituado a competir en circuitos desparramados por todo el planeta, nunca desarrolló exóticos monoplazas, no manejaba a expertos en tecnología aeroespacial, ni se rozaba en el paddock contra marrajos de dientes de titanio. Su origen vital, empresarial, el conjunto de su experiencia, lo había acumulado vendiendo coches. Es un trabajo respetabilísimo, pero se antoja en mandar a apagar las brasas de un volcán a un pastelero armado con un rodillo y un delantal.

No, la Fórmula 1 no es un conflicto armado donde se meten puñaladas en el muro del pitlane, pero la complejidad de gestión de un equipo es una multitarea de orden mayor. Empresa y deporte se enhebra en una telaraña de intereses donde un mal paso se puede parchear; dar dos o tres conducirá de manera inevitable a la piscina de las chamburguesas de Humor Amarillo, pero en lugar de agua, bañadas en ácido sulfúrico.

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Si quieres triunfar en la Fórmula 1 necesitas un plan al menos a cinco años vista y con plazos que riman con la década

En el cementerio de la velocidad hay un panteón donde descansan los restos mortales de los grandes equipos fallidos. En él residen los esqueletos de dos tipos: los que se quedaron a las puertas de ser denominados como tales, y los que se ahogaron en su propia inundación. Llegan marcas de postín, Audi, Porsche, Cadillac, los Andretti, y ese rumor que suma a este grupo a Hyundai. Todos estos podrían incurrir en la segunda tipología si cometen los pecados habituales, que suelen ser cuatro: falta de humildad, desconocimiento del medio, la aplicación de recetas industriales de fábricas de coches, o la creencia de que con dinero se arregla todo.

Durante la primera década de este siglo FIA tuvo la ocurrencia de permitir a las escuderías realizar pruebas aerodinámicas en pistas de aeropuerto. La excusa era eludir los altos costes de los circuitos, sin pensar demasiado que cuando un monoplaza se lanza a 300 km/h en un trazado homologado, lo hace en un entorno pensado para ello, no así un aeródromo. Uno de los elegidos fue el de Mahón, en Menorca, al que los equipos llegaban en ferry desde Barcelona. Uno de los encargados de recibirles y prepararles la logística por aquel entonces cuenta con bastante gracia las enormes diferencias entre unos y otros.

Las formaciones con años de experiencia llevaban siempre a un encargado de la administración que supervisaba, gafas de presbicia en mano, uno a uno los epígrafes reflejados en todas y cada uno de los recibos y facturas que le ponían en las manos. Los de Toyota, sin embargo, parecían tirar con pólvora del rey. Sacaban una tarjeta dorada de un maletín y pagaban sin rechistar todo lo que le pusieran en el recibo. Si estaba escrito en la factura del restaurante que les acercaba la comida que iban a freír vivo a sus ingenieros de postre, lo pagaban sin más. Este descuido al detalle define toda una filosofía y dibuja la cultura general del conjunto. Tener un desarrollado músculo financiero es magnífico, pero el “esto-lo-pagan-sin-problema” tiende a gangrenar un cuerpo infectado por el virus de la ineficiencia. Y no te creas que este pequeño ejemplo ocurre poco, porque es más habitual de lo que pudiera parecer.

Toyota gastó cantidades ingentes de dinero, pero no consiguió triunfar en la Fórmula 1.

A veces ocurre como en Honda. Los japoneses tienen unas reglas éticas y morales muy específicas y propias de su cultura. El respeto al prójimo, la educación recibida, el movimiento de conjunto, la veneración a sus tradiciones o la asunción de la responsabilidad personal son un ejemplo a seguir. Pero todo ello genera un bloque monolítico bastante estricto donde lo personal y revolucionario está muy mal visto, es discordante y acaba siendo alejado en defensa de la marcialidad del bloque.

Cuando se casaron en 2014 con McLaren, alucinaron a color cuando vieron el centro de control remoto. Al instante hicieron instalar ese remedo de sala de guerra desde la que se controla como en la NASA las evoluciones de sus coches. Pasta tenían, pero la tiraron por la ventana porque en realidad no les servía para nada. El fin último es más estratégico que técnico, y es una materia en la que el motorista mete poco o nada su cuchara. Honda, en particular, tiende a hacer cosas raras, sin mucha explicación vistas con el paso de los años.

Pintaron de verde y azul sus coches para mostrar su afecto por el planeta; volvieron a la F1 y en lugar de poner a los mejores o más expertos, colocaron a los que hablaban inglés; anunciaron que se piraban de la competición justo cuando empezaron a ganar títulos; ahora parecen querer volver justo cuando Red Bull andaba en trataduras con otros motoristas. Si quieres triunfar en la Fórmula 1 necesitas un plan al menos a cinco años vista y con plazos que riman con la década. En menos tiempo perderás tu ídem, tu dinero, y probablemente tu buena imagen. Si en Toyota al menos le echaron dinero y paciencia, en Honda parecen erráticos, pero con un reguero de pasta arrojado en un calibre equiparable.

El último gigante que visitó, y se marchó de la categoría fue Ford. La marca del óvalo tiene una densa historia deportiva, pero la Fórmula 1 se les atraganta desde que Michael Schumacher logró su primer título en 1994. La siguiente incursión, con sus pegatinas sobre los verdes Jaguar, fue muy olvidable. Recogieron a la pequeña y eficiente formación de Jackie Stewart, y en lugar de convertirla en Mercedes, dilapidaron un dineral con una gestión desatinada. El dolor de muelas les tuvo que llegar después, cuando vendieron los trastos por un dólar a Red Bull.

Lo peor no es que en su año de estreno quedasen sextos, mejores que el mejor resultado de Jaguar Racing; es que unos años más tarde acabaron encarrilando cuatro títulos seguidos… equipados con un motor Renault. La gestión no es que fuera dual, sino trial, si es que existe la palabra: mandaban los del equipo, mandaban los de Cosworth —que ponían los motores—, y mandaban los de la marca como un dios padre que está por encima de todo. Entre escudería y motores no se entendían, se llevaban mal, y tenían grescas a cada poco.

El túnel de viento estaba en San Clemente, California, exactamente a 8.706 kilómetros de donde se construía el coche, una absoluta locura. En una época regulatoria en la que lograr carga aerodinámica era una necesidad de orden capital, en lugar de bajar unas escaleras a cotejar datos, o en el peor de los casos coger un coche y andar unos pocos kilómetros, en Jaguar necesitaban pillar varios aviones en un viaje de casi quince horas. Sí, claro, conocían la existencia del teléfono y hasta del correo electrónico, pero ningún cocinero aliña sus ensaladas sin probar del cucharón.

Honda tampoco entendió lo que la Fórmula 1 necesitaba.

Cuando vieron que aquello se les desmadraba mandaron a Bobby Rahal a dirigirlo. Este ex piloto y jefe de equipos estadounidenses llegó, vio, y se volvió. Apenas duró año y medio en su cargo y trajo poco más que un nombre y el criterio impuesto desde Michigan, con su manera industrializada de hacer las cosas. Fue sustituido por Niki Lauda, una decisión que tuvo más sentido, pero el barco hacía ya aguas hasta por la antena de la radio.

Como marca, los que entendieron esto fueron los de Mercedes. Le dieron las llaves a Toto Wolff, y le dijeron: hazlo a tu manera, y acabó mandándoles una colección de trofeos que alzar sobre sus cabezas. La autonomía necesaria, la toma de decisiones pegadas al asfalto de los circuitos, la creación de una cultura propia y no la importación de una externa son fundamentales. El consejo final es solo uno: suelta la pasta, y vete a tu fábrica de coches, o esto acabará mal.

Cuando ganas, todo es vino y rosas, los medios te atosigan, vendes coches y camisetas, todos quieren un selfie contigo. Pero cuando acabas octavo, nadie te pregunta. Querido nuevo equipo: ¿te vas a embarcar en todo este jaleo para que nadie te pregunte? Al menos, procurad que no hagan chistes por estampar monoplazas contra la propia factoría.

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