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Capítulo 4The Italian job: Al fondo a la izquierda

En bares, restaurantes y recepciones de hoteles los cuartos de baño suelen estar al fondo y a un lado. Al fondo y a la izquierda lo que tienen en Dallara es una cajón repleto de respuestas. Los ingenieros plantean sus cuestiones ante una pantalla, y su túnel de viento y las del probablemente el simulador más avanzado del planeta, despejan las incógnitas.

20 min. lectura

Publicado: 29/05/2017 15:30

Para alcanzar los sobres de las respuestas hay que atravesar el parking. Se nota que la empresa ha ido creciendo poco a poco, y lo que en un principio podría ser un monte o una prolongación del parking, es uno de los edificios más secretos de Italia. Rodeado por una valla que o la saltas como un almonteño o llevas una tarjeta magnética, en realidad son dos pequeños edificios bastante poco identificables. Sus ventanas azules son la única señal mínimamente distintiva aparte del logo de la compañía que culmina una de las edificaciones.

Curiosamente el paseo vedado a los coches que transcurre justo por delante se denomina Vía Juan XXIII, papa romano beatificado en 2.000 con un milagro reconocido. Justo delante hacen otro tipo de milagros. Que le pregunten a Sebastien Bourdais, que salió caminando del hospital cinco días después de su accidente tras atizarse en Indianápolis por valor de 118G en uno de los coches que fabrican aquí.

No son juguetes, son modelos al 20%. Son de los primeros F1 que tocaron túneles de viento con piso rodante.

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El visitante se lleva nada más entrar el primer sopapo histórico: se pega de cara con el Dallara BMS 190 de 1989 que pilotó Alex Caffi, que ejerce de vigilante silencioso del acceso. A su espalda y separado por una puerta acristalada hay tres pequeños modelos a escala de algunos prototipos de este mismo coche. “No son juguetes, son modelos al 20%. Son de los primeros F1 que tocaron túneles de viento con piso rodante. ‘Il ingeniero’ recibió varios premios al construir el suyo”, advierten los guías. Justo al otro lado hay un Audi TT al 40% del real como el que corrió el DTM hace unos años pintado de amarillo. Este es negro, de color de la fibra de carbono. Cada una de estas réplicas a escala necesitan unas cuatrocientas piezas y la llegada de la impresión 3D ha abaratado y acortado los procedimientos de creación. Antes se hacían con frecuencia en fibra de carbono, pero era lento y costoso. En realidad los coches no se estrellan en los tests del túnel de viento, así que su dureza resultaba innecesaria de ahí el cambio.

Los pasillos aparecen solitarios, no hay apenas ruidos, tan solo hay papeleras triples preparadas para el reciclaje, extintores y alguna garrafa de agua como recambio a dispensadores del líquido elemento. Las estancias están preparadas para que varios clientes distintos, incluso competidores, puedan trabajar de manera independiente sin que entren en contacto. Una red de cables puede distribuir los datos del túnel, simulador y los propios de los sistemas de diseño a todas las áreas, pero sólo podrás acceder a ‘las tuyas’ si tienes los debidos permisos.

En el departamento de aerodinámica de Dallara trabajan unas cien personas; un tercio son ingenieros, otro tanto diseñadores, y el 33% restante son modelistas. “Hacer un coche de Fórmula 1 es muy fácil; hacer un coche ganador es muy complicado, son muchos detalles donde hay que tocar, mejorar”, me explica el responsable del área. “¿Es cierto que cuando hicisteis el Hispania-HRT construisteis tres coches y el que se puso en pista fue sólo el prototipo?”. Ojos que se abren, sonrisas de lado, ladeo de cabeza y una pregunta que encierra una respuesta “¿Cómo te has enterado de eso?”.

Aquel Dallara era probablemente el mejor de los tres monoplazas nuevos. El problema es que estaba sin acabar.

Aquel Dallara era probablemente el mejor de los tres monoplazas nuevos, y en igualdad de motores es posible que hubiera dejado atrás a algunos coches de la parrilla de equipos establecidos. El problema es que estaba sin acabar, en el más amplio sentido de la palabra. Muchas piezas que en los planos y en un F1 normal tendrían que ser de fibra de carbono eran piezas sencillas de aluminio que ocupaban ese espacio. Muchas de ellas tuvieron que ser acabadas en en el circuito, antes de la primera carrera de su año de estreno.

“¿Quieres ver el túnel, no?”, dice el ingeniero. “aspetta un attimo”. Descuelga el teléfono inalámbrico Cisco de comunicación interior de su cintura, da unas instrucciones en voz baja y dice “un minuto”. Pasan los sesenta segundos y de golpe el zumbido amortiguado que rodea los paseos decrece, como cuando un avión detiene sus motores después de aterrizar y aún estas sentado en tu asiento. Los 1.000 caballos del propulsor de aire se han detenido a beber agua. Atravesamos el ancho pasillo que conduce al túnel de viento, bajamos cinco escalones, y una impersonal puerta de oficina de doble hoja se abre de un leve empujón para entrar en la Cueva del Ali Babá que roba el tiempo.

Seis empleados se han apartado de la mesa corrida donde hay apenas cuatro pantallas. Papeles, blocs de notas, manuales fotocopiados con instrucciones de manejo y algunos Post-It amarillos añaden algo de humanidad a una atmósfera hospitalaria. A la espalda hay un poster que alberga un dibujo con los 30 o 40 mejores circuitos del mundo. Rezuma pasión. Los ojos se van de manera inevitable hacia la enorme cristalera que hay enfrente.

La pecera sin agua muestra a un pescadito a escala del 60% cubierto con una lona, pero que delata algunas líneas. Es un GT, sin duda. Capó delantero que apunta hacia la izquierda, y enorme, gigantesco alerón trasero que sobresale, aunque cubierto, por la parte trasera. Dos anclajes que recuerdan a las quillas de los barcos lo sujetan desde arriba. En realidad no es una cristalera sino que son dos. Delante de la sala de viento, hay un pasillo ‘de calma aérea’ que permite a los operarios entrar y salir sin liar un torbellino en la sala de control. Hay una puerta ligeramente elevada a un lado; el coche está a la altura de los ojos de los ingenieros.

La velocidad standard a la que se ejecutan la mayoría de las pruebas es de 50 metros por segundo, que equivale a 180 kilómetros por hora. En un run de diez minutos se pueden ejecutar todos los movimientos que hace un coche en pista. Si frenas se aplasta de delante, si pilla un bache fuerte sube primero el morro y luego la trasera, si coche traza una curva se bandea hacia un lado, hacia otro, le giran las ruedas simulando una chicane El tapiz rodante de siete puntos y las dos guías superiores fuerzan al coche del estudio en todas las posibilidades mientras que doscientos sensores de presión repartidos por la superficie analizan el drag y el downforce generado.

Otro elemento del que se habla poco pero que se analiza con cuidado es la refrigeración. Varios sensores de temperatura se disponen alrededor de los radiadores y los frenos. También analizan el flujo de aire a su alrededor, y pueden llegar cambios en su diseño si se detectan problemas.

“Un coche no puede hacerse sólo con el software de CFD (programas de dinámica de fluidos) Con ello consigues una foto, una imagen sencilla de cual es el camino a seguir. Luego has de probar el túnel, y eso ya te va a empezar a dar el laptime teórico, ya se parece más a un vídeo que a una imagen fija. La guinda es el simulador. Le transferimos todos los datos al sim y con ello lo comprobamos todo. Sin tener el coche real construido ya podemos tener un tiempo por vuelta bastante preciso. Ese es el proceso”.

En el edificio contiguo está el imponente simulador. Se puede acceder desde arriba subiendo por una escalerilla metálica por el exterior, o por la puerta principal. Desde arriba lo ves y no te impresiona sino que te sorprende. Es como las naves de los malos de “La guerra de los mundos”. Tres patas dobles de enorme grosor sustentan una plataforma que se asemeja a la carlinga del Halcón Milenario puesta boca arriba, todo muy de ciencia ficción.

La estancia debe tener unos doscientos metros cuadrados, no menos de seis o siete de altura y hay dos grandes cuadros con escenas de la IndyCar colgados a un lado. Desde dos ventanales enfrentados a ambos lados, muy parecidos a aquellos desde los que se controlaban las pruebas nucleares en Alamogordo, se pueden chequear las evoluciones del simulador. Pocos ordenadores, cinco o seis, gestionan los datos, las imágenes de la simulación que emiten dos proyectores y que cubren 180 grados, los tiempos, las curvas de comportamiento del simulador y las de las reacciones del piloto. Dentro de la cápsula hay medio chasis de monoplaza que se puede intercambiar para hacer más real la experiencia. Puede ser un Le Mans, un F1, un F3, o lo que sea; tienen una factoría que los construye al lado y tienen donde elegir. Visto desde abajo si que impresiona. Es gigantesco.

Sus patas deben medir más de 30 o 40 centímetros de diámetro, y para subirte a él has de bajar a un agujero practicado en el suelo como en los talleres de coches. Lo haces a través de una escalera de mano, como la de los pintores y has de tener cuidado o te estarás dando leches con todo. Sueñas con darte un garbeo en él pero te advierten “muchos visitantes desean probarlo pero solo admitimos a pilotos habilitados para las categorías que van a testar”. La sensación de realismo es de tal calibre que sin el certificado médico necesario para correr en el mundo real no te subes.

Arrancan una sesión con un piloto de monoplazas cuyo nombre te piden que olvides y vas a ser testigo. Un técnico se sube al aparato, hay sitio para que le ayude a amarrarse los arneses. Usa el casco igual que en pista, y por un altavoz suena su voz para advertir que está listo. Los ingenieros le cargan la pista de Mónaco, la luz se atenúa en gran medida, tan solo quedan encendidas las de emergencia, y la nave espacial parece querer despegar.

No hay soplidos de cohetes pero se alza como medio metro sobre sí misma; los enormes brazos hidráulicos se desperezan y las suspensiones virtuales del bólido se activan. El coche digital comienzan a moverse y el Halcón Milenario comienza un suave balanceo de lado a lado en un baile que emula las calles del Principado pero al revés; el asfalto si se mueve aquí. Los altavoces con refuerzo de un subwoofer Alpine situado tras el piloto resuenan en lo que no es ciberespacio y te transportan a una terraza del Hotel de París de Montecarlo, a La Rascasse, a la zona de La Piscina. Viajas con el corredor en cierto modo.

El monoplaza sube de vueltas, acelera, hace chirriar sus frenos, y la estructura acelera sus reacciones. Los técnicos sonríen y se intuye la misma satisfacción en el rostro del piloto a través de la cámara que le enfoca desde un ángulo. “TRRRRRRRRRRRRR” suena un ruido extraño. “Ha sido un piano”, me explican sin mirarme. De golpe “CRAAAAAAASH!!!!!”. El coche ha pisado una salchicha demasiado alta, ha saltado sobre las protecciones y ha entrado volando en un apartamento a través de un ventanal para salir por la terraza al otro lado. Se escuchan risas del piloto a través del intercomunicador que son compartidas por todos los presentes.

Jenson Button probó en el simulador de McLaren antes de correr en Mónaco y saltó virtualmente al mar en dos ocasiones. En el sim puedes buscar los límites; el único problema es que pierdes tiempo, pero ni el coche ni la vida. “¿Cuánto cuesta un paseo?”, preguntas, y guardan silencio. La investigación te conduce al dato: unos 10.000 euros por jornada en uno de los dos MOOG que existen abiertos a clientes, este y su gemelo en Indiana. El tercero está cerca, en Maranello. El test sigue y el aparato continua su baile.

“Me quedé absolutamente impresionado con la profesionalidad de Fernando Alonso cuando estuvo probando aquí antes de irse a Indianápolis”, dice Gian Paolo Dallara en su despacho. “¿Puedo contar esto, Gian Paolo?” le digo con cara de sorprendido. “Si, claro que si, ‘nessun problema’. Lo probó todo: paradas en boxes, pisar las líneas, con coches delante, detrás. Muy serio. Hizo cientos de preguntas. He visto a pocos pilotos tan profesionales. Verdaderamente impresionante”.

A Dallara le preocupa el futuro de la competición. “Mis nietos, tengo siete, no me piden que les lleve a las carreras. Sin embargo a uno le compré una consola de videojuegos. Empezó a jugar de vez en cuando, luego se le unió otro y tuve que comprar un segundo volante. De ahí a hacer una competición entre amigos tardaron poco y ahora tienen un campeonato y son decenas. Menudas las que lían”.

Tardamos pocas frases más en estar de acuerdo en que la competición está dejando de lado a las nuevas generaciones y la puerta de acceso a ellos son los videojuegos, los eSports, y los simuladores. Si Dallara tiene uno de los mejores simuladores del mundo tiene la poción mágica. “¿Y del coche del futuro, que hay que pensar?”, preguntas. “Van a ser distintos, muy prácticos. No sé si serán eléctricos pero con toda seguridad conducirán solos. Esto dejará un espacio para aquellos que quieran conducir algo que les transmita algo, sensaciones, emoción. Es como cuando cortas el césped, te transmite una sensación única y no hay nada que lo iguale. Creo que quedará espacio de mercado para deportivos de altas prestaciones de fin de semana. Coches un poco en línea con el biplaza que tenemos el proyecto. No puedo decirte mucho sobre el pero será un coches de uso mixto calle-circuito, bastante radical. Estamos pensando en series cortas”.

La casi hora y media de charla dio para mucho, pero dejó en una pequeña Moleskine negra una frase, social, de mira amplia y verbo breve: “el mundo tiene muchos problemas, polución, desequilibrios si queremos subsistir como sociedad, como civilización, la parte más afortunada del mundo tendrá que pagar el ticket de los menos afortunados”. Un pensamiento grande solo puede salir de una persona igualmente grande.

Llega la hora de dejar el lugar y de robar el tiempo a los que trabajan para ahorrárselo a otros. Te despides de Il Ingeniero, te regala un libro dedicado, te da su tarjeta a la que escribe a mano el número de su móvil y te marchas con cierta envidia: a sus ochenta tacos sigue soñando. Llegas a una triste conclusión al ser consciente de que mucha gente ni siquiera sabe lo que es eso. Sin sueños, el mundo no anda, por eso los romanos hicieron la Vía Emilia para alcanzar sus sueños a mayor velocidad.

Próximo episodio: viajamos a Maranello, El Vaticano rojo, la ciudad de Enzo. ¿Que qué Enzo? Cuál va a ser.

Fotos: José Manuel Zapico | Dallara

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