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Virutas F1Vida y muerte en Zandvoort

El circuito de Zandvoort es un fiel reflejo del espíritu que albergan los holandeses, un pueblo repleto de gente inteligente, práctica, y ante todo educada. Una muestra de la cesión de responsabilidad a los integrantes de esa sociedad en miniatura que es un circuito se observa cuando te das cuenta de que en diversas zonas no hay marshalls de seguridad para que los fotógrafos accedan a la pista; tan solo hay un candado con una clave numérica que te proporcionan en la sala de prensa(*). Tú eres tu propio vigilante y que todo funcione dependerá de tus principios.

15 min. lectura

Publicado: 25/07/2018 14:30

Es obvio que el más hijoputa de la historia de la humanidad, Adolf Hitler, no tenía ese tipo de educación y no le hizo falta la clave de candado alguno. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial los llamados Países Bajos se mostraron neutrales ante el avance germano, el del bigotillo se pasó las reglas internacionales por su discapacitada entrepierna. Invadió el país tras el espantoso bombardeo de Rotterdam y la Wehrmacht se hizo en cuatro días con el dominio de todo el país.

En el Siglo XXI sorprende que en los alrededores de Zandvoort apenas haya edificios realmente viejos y existe una explicación que dirige a una de las historias más fascinantes de esta pista. Los nazis creían que los aliados vendrían por la costa holandesa, así que dinamitaron todas las casas que encontraron en primera línea de playa. En la actual zona de playa vacacional que ocupan familias, que en muchas ocasiones llegan en bicicleta, no hay apenas edificaciones permanentes. Los alemanes, muy pagados de sí mismos, apresaron a muchos locales y les pusieron a trabajar con los escombros de sus propias casas en lo que sería una avenida por la que desfilarían de manera triunfal al término del conflicto.

Este sueño del III Reich feneció un 5 de mayo de 1940 cuando el general Johannes Blaskowitz se rindió ante un homónimo canadiense, así que sus negras botas nazis jamás pasearon por aquella avenida paralela al mar que tenía hasta un talud alargado dispuesto como tribuna natural. Los holandeses, pragmáticos y sin prejuicios, pensaron en qué hacer con aquello y la respuesta fue sencilla: un circuito de carreras. Desde una década antes allí se disputaban carreras urbanas, así que la idea no haría más que cumplir un viejo sueño que gracias/por culpa del ejército invasor ya tenía medio camino andado, de manera que la avenida de la victoria nazi es ahora la recta principal de la pista. Si excavas lo suficientemente profundo bajo la parrilla de salida, te toparás con los restos de casas de pescadores y el destino quiso que en la segunda década del Siglo XXI hubiera unos alemanes que pasaran por allí con un calzado negro, pero con otro espíritu.

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Lo hacen una sola vez al año y es cuando se celebra el capítulo neerlandés del DTM, el Deutsche Tourenwagen Masters. Mercedes, Audi y BMW hacen temblar el suelo con sus motores atmosféricos en una de las pocas categorías que se disputan en el mundo en la que unas explosiones con las válvulas descompasadas te hacen pensar que te están disparando con artillería de calibre naval. Es uno de los últimos reductos del ruido de verdad, así que los holandeses herederos de aquellos a los que la barbarie sometió les aplauden, les jalean y los celebran. El tiempo pasa, las heridas se cierran y los coches de carreras ayudan.

Mercedes, Audi y BMW hacen temblar el suelo con sus motores atmosféricos

Menos celebran los vecinos que algunos de los 800 gamos que aún quedan vivos en el vecino bosque de Bloemendaal se salgan a plena luz del día y olisqueen bolsas de basura como si fueran perrillos con hambre. De manera habitual vuelven a su hábitat, pero como te los tropieces en la misma entrada del circuito al que suelen acudir, curiosos, ni se te ocurra acariciarlos con la idea de que son como el Bambi de la película de Disney. Como te aticen una cornada, te pueden abrir una brecha enorme en la cabeza y hasta romperte una costilla. Fotos sí, pero de cerca mejor que no, así que no te arrimes demasiado. La explosión de vida puede mandarte al hospital; ojo con los bichos.

Otro bicho, el de la muerte, se buscó un buen asiento en Zandvoort aquella mañana de verano de 1973. Roger Williamson fue un piloto de Fórmula 1 sin suerte. En su debut británico de esa misma temporada se estrelló en la melé que montó Jody Scheckter en la salida y no pudo dar ni una sola vuelta. Peor fue lo de su segunda carrera. Perdió su coche en una curva, se estrelló contra las protecciones y su depósito de gasolina estalló ardiendo como si el infierno hubiera puesto una sucursal en las inmediaciones. La parca se sonreía desde la grada, Williamson gritaba pidiendo ayuda desde su coche boca abajo y su amigo David Purley detuvo su bólido a un lado de la pista para ayudarle. El resto de coches pasaban volando a escasos metros, en la zona apenas había un tipo joven con un extintor, pero sin un traje ignífugo le aterraba acercarse a aquella bola de fuego y el corredor no pudo hacer nada por su amigo. La escena final acabó con un camión de bomberos que tardó demasiado en llegar, coche y piloto cubiertos con una sábana blanca y un Purley sentado sobre el guardarraíl hacía lo posible por no morir ahogado en aquel mar de lágrimas. Tom Wheatcroft, patrocinador de Williamson, erigió dos monumentos en el circuito de Donington Park cuando lo adquirió años más tarde: uno a su piloto y otro al Spitfire con el que luchó contra los alemanes sobre aquellos mismos cielos.

Aquella escombrera maldita en su concepto nazi fue casi una bendición para los vecinos. Gracias a su construcción las tropas invasoras apenas se llevaron gente a los campos de exterminio; los necesitaban para la obra, aunque tampoco fue aquello una merienda en el campo. No pocas fueron las escaramuzas de la resistencia holandesa durante los años de ocupación y los nazis se tomaron sus represalias. La arena de playa se mete metros tierra adentro hasta el punto de que en las pelousse del trazado bien podrían clavar una sombrilla y echar una toalla sobre ella, pero antes de estar construida la pista, sirvió de matadero para los insurgentes. Las ondulaciones del terreno y el dominio del espacio acopiado por el ejército germano sirvió de muro de fusilamiento natural. Los que quedaron vivos, en memoria de todos aquellos que perdieron su vida ofreciéndola por la de otros, montaron varios cementerios a tiro de piedra de lo que después fue el circuito. Al lado del ruido, la fiesta y el jolgorio reside de manera permanente el silencio, el respeto y el recogimiento.

Otro tipo de recogimiento fue el que protagonizaron los únicos cuyos hogares no plancharon los molestos visitantes alemanes, sino a los que cambió su destino el propio circuito. Cuando el conflicto armado acabó, consultaron a varios pilotos acerca de cómo podría ser el futuro circuito de carreras aprovechando las sinuosidades del terreno. Aquellas lomas naturales, las hondonadas, las subidas y bajadas fueron aprovechadas por ‘Sammy’ Davies, ganador de Le Mans en 1927 y encargado del proyecto, pero se encontró con un pequeño problema: aquel suelo tenía dueño, o más bien, dueños.

Un puñado de labriegos conocidos más por sus motes que por sus nombres vivían de sus modestas cosechas de patatas justo donde querían tirar toneladas de asfalto sobre el que hacer correr coches de carreras. Tuvieron que negociar con ellos, comprarles sus tierras, pero hubo uno que se puso especialmente cabezón. El tipo se aferraba a su parcela, de las que ni siquiera los nazis pudieron echarlo y sentía tanto apego por aquel terruño que les planteó a los promotores que si querían su suelo tendrían que poner algo de sí mismo para que fuera recordado como que él estuvo allí, una señal que perdurase en el tiempo. Los impulsores de Zandvoort asintieron con la cabeza y todos quedaron conformes cuando le dijeron que la curva en la que tenía patatas sembradas llevaría su nombre. El tipo dijo “mejor mi mote, que es como se me conoce en la zona”. Desde entonces la primera curva del circuito se llamó Tarzanbocht o curva Tarzan. Habría que ver cómo se las gastaba el fulano para que le pusieran aquel sobrenombre, pero si su cuerpo abandonó la zona, su alma quedó allí para siempre en una jugada única en la historia del automovilismo al poner a una curva el nombre de un granjero.

Granjeros no, sino soldados españoles, antepasados del que esto escribe fueron otra de las fuerzas invasoras que hollaron aquel mismo terreno durante ochenta años entre el Siglo XVI y XVII. Ocho décadas de las que los españoles no importamos ni una sola palabra, de lo que se deduce que amistades, más bien pocas, aunque existe una palabra que se escribe y pronuncia igual en las dos lenguas: hotel. El logotipo de la cadena de hoteles NH preside desde las alturas todo Zandvoort a modo de torre de control, no en vano es el establecimiento hostelero más cercano a las instalaciones y de rebote el edificio más alto del entorno. Bueno, en España tenemos al banco holandés ING que en su momento patrocinó al equipo de Fernando Alonso, así que es lo justo. Delante de las puertas del hotel arranca el bulevar Barnaat y al otro extremo también hacen mucho ruido, pero de otro tipo. Allí es donde miran al mar garitos de corte ibicenco como el Fuel, el Luminosity, el Vroeger, el Later han see, o el tan hispánico San Blas, que abren mañana, tarde y noche con DJs, música, platos exóticos y cientos de litros de mojitos con tanto alcohol que serían capaces de arrancar un ocho cilindros.

El más pintoresco es el último de todos ellos, si llegas caminando por la pasarela de madera que los comunica. El Woodstock 69 tiene decenas de velas encendidas aunque sea de día, mantiene una hoguera permanente en pleno agosto y puedes tirarte en tresillos de dos o tres plazas con tus pies metidos en la arena. Justo a medio camino, separado de esta zona y a doscientos metros en línea recta del paddock del circuito hay uno muy especial, que hereda el nombre del restaurante que hay en el edificio de boxes por ser del mismo propietario. Su menú parece sacado de un muestrario de exoticidades, organizan fiestas bañadas en champán del caro, y tienen una piscina con una inscripción en el fondo que sonará: “Don´t drink and dive”, que se parece sospechosamente al “Bernie says, don´t drink and drive”. No te choca, porque garito se llama “Bernie´s” en honor al ex amo de la Fórmula 1, que ahora ha pasado a mejor vida a la de jubileta de oro, pero aquí se le recuerda con cariño.

Si son doradas las arenas, verdes son las melenas vegetales que se agitan con el viento en las dunas de Zandvoort, testigos mudos de invasiones, victorias, muertes, celebraciones, derrotas, huidas, llegadas, fiestas y todo lo que una vida intensa conlleva. Dicen que por ellas se ha visto alguna vez pasear a los fantasmas de los que perdieron su vida en los alrededores. Soldados y pilotos del más allá echando un cigarro juntos. Me lo creo.

(*) La clave acaba en siete. Si quieres las otras dos cifras tendrás que pedírselas a Kees Koning, el jefe de prensa del circuito.

Fotos: José Manuel Zapico

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