Virutas F1Los goles de la NFL y qué nos enseña sobre la F1 en España
Dicen que los deportes americanos son más rudimentarios, más primarios que los europeos. Baloncesto, béisbol, fútbol americano y hockey se juegan con las manos, la primera herramienta de la humanidad. El fútbol de toda la vida, el que se inventó en Inglaterra y reparte copas de Europa a los mejores de entre sus ligas, se juega con los pies; es por ende un deporte más avanzado.

Es una lectura algo torpe. Hockey y béisbol se juegan con una herramienta, el stick o el bate, según la especialidad. Y han sido los americanos, de manera solapada y sustentados por una sociedad que gira en torno al consumo, los que han elevado a niveles impensables en el viejo continente a sus especialidades favoritas.
La explotación de los negocios alrededor de sus deportes viaja varias décadas por delante en grado de desarrollo comercial. Un gran ejemplo ha sido el partido de fútbol americano, el rugby ese de coloristas tipos de 120 kilos que se ha jugado en el Santiago Bernabéu el pasado fin de semana.
Un Gran Premio de Fórmula 1 es intrínsecamente deficitario. Van a perder dinero. Desde el minuto uno. Los beneficios llegan por otro lado
Cuando uno ve el espectáculo montado, lo primero que piensa es: «esto no lo tenemos nosotros, no hacemos nada parecido ni de lejos». De manera automática, le entra un ataque de sana envidia al observar los aditamentos, parafernalia y montaje paralelo, una parafernalia que despeina hasta a Antonio Lobato. A esto hay que añadir que 42.000 de los 78.610 aficionados que vinieron al Bernabéu —más de la mitad— eran turistas. Todos esos guiris llenaron hoteles, bares, restaurantes y taxis, y se llevaron tazas e imanes con la figura de la capital del reino. El cálculo apunta a que se dejaron, solo en comer y beber, unos 21 millones de reales de vellón. Un deporte casi completamente desconocido en España dejó los hoteles madrileños llenos al 90 %.
Siempre habrá quien discuta las cifras, a quien disguste un evento semejante, y el vecino que ande caliente porque ha de aparcar más lejos de su casa esa tarde. Lo que resulta menos discutible es que de las ciudades, regiones y países donde este tipo de cosas no ocurren nadie habla. Desaparecen en el imaginario público ante la invisibilidad que aporta la ausencia de hechos semejantes para darse lustre.
Cada vez que hay un evento de este tipo, sobre todo donde no suelen acaecer de forma habitual, siempre hay quien protesta. En su derecho están, como lo estuvieron los vecinos de Las Vegas, de Miami o de Valencia cuando tocó. Estos últimos fueron más aguilillas y lo entendieron mejor: sacaron tajada del asunto al alquilar sus terrazas y azoteas. Tanto fue así que hasta la delegación local de Hacienda pasó la gorra cuando se enteró del éxito obtenido.

Hay dos maneras de entender estas cosas, las dos comprensibles y respetables: el que alza los brazos al grito de «no pasarán», y el que salta al barco y se pega un crucero de gratis. En el maratón de Chicago, por poner un ejemplo, la ciudad entera se vuelca y el tío de las banderas se pone las botas. Se las calza porque el del kiosco de helados vende más polos ese día que en toda su vida. El banco de la esquina tiene que atiborrar de dinero en metálico sus cajeros porque a media mañana se ha quedado canino. El de la pizzería de State Street ese día se queda sin pasta, el del McDonalds sin Big Macs, y, si llueve, ese día el de las gabardinas tiene que pedir socorro a los almacenes de la periferia: todos hacen negocio.
Entienden que el maratón de Chicago es una fiesta que se puede compartir, y de la que sacar tajada. Por eso, todos los negocios aledaños por los que transita la prueba cuelgan banderas donde se lee «El negocio de Fulanez saluda a los participantes…». Todos celebran porque se embolsillan algo en un reparto generoso con pedrea de amplio espectro.
Un Gran Premio de Fórmula 1 es intrínsecamente deficitario. Van a perder dinero. Desde el minuto uno. Montar el jaleo, tanto en circuito permanente como de quita y pon, pagar el canon anual, organizar el tráfico, la seguridad, la limpieza, los servicios públicos y lo que le cuelga, cuesta un huevo de la cara. Solo con las entradas no se cubre ni la mitad de la factura, ojalá. Los beneficios llegan por otro lado. Llegan en forma de recaudar el IVA que pagan los visitantes al fundirse sus nóminas para asistir a la verbena deportiva, y llegan regando de dinero al comercio y negocios particulares de ese fin de semana.

Sin embargo, el bocado gordo del beneficio es el mediático. El retorno XXL de montar un jaleo de estos llega con la publicidad internacional que se recauda a través de miles de tweets, fotos en Instagram, vídeos en Youtube, portadas de periódicos, minutos de televisión y el boca a boca de millones de aficionados desparramados por todo el planeta. Si se tuviera que pagar esa publicidad, costaría diez veces más… siendo prudente y algo tacaño.
El ejemplo es tosco, pero real. Unos amigos italianos de Virutas se plantaron en su ciudad unas Navidades a celebrar la Nochevieja con vino Pajarete, que es muy popular en su Málaga natal. Cuando se cuestionó a aquellos milaneses por qué venían a Málaga y no a París, Londres o Nueva York, la respuesta fue:
Porque vimos el nombre de la ciudad en la lista de equipos de fútbol que jugaban la Champions League
Eligieron destino porque habían visto el nombre en la tele.
En España no tenemos petróleo. Ni oro, ni esmeraldas. Carecemos de minas de uranio o una industria pesada como la alemana. Nuestra actividad en el plano del desarrollo tecnológico, con muy notables jugadores de primera, es en su conjunto raquítica. Lo que sí tenemos es historia, tradiciones, tenemos gastronomía, y tenemos sol, playas y cultura. En resumen: tenemos turismo. Ese es nuestro oro negro. Y no vivimos de picar este subsuelo, porque eso es tarea de los que vengan, nosotros lo tenemos en explotación.
El problema, y se trata de subsistencia, es que si los que van y vienen no conocen, no oyen o atienden a otros destinos, nos la tenemos que machacar con dos piedras. Lo que no se anuncia, no se vende, y mientras nuestro oro negro no se convierta en azul, verde o amarillo, no nos queda otra que ir por el mundo con una cabra y una trompeta para que se conozca lo que vendemos.
La NFL, lo de los bigardos esos de 120 kilos, vino y alucinó con la calidad general, el entorno, el trato, la comida y la experiencia. Dijeron de volver. Pues que vuelvan cuando quieran, a pesar de que siempre haya quien ande escocido ese día. Son pequeños peajes que hay que pagar para el crecimiento del todo.
Porque hay destinos que no gastan fastos de estos, y no es que no crezcan, es que decrecen. Vete a Asia y entérate de lo que es crecer, que, a lo tonto, con muchos valores y ética europea, nos estamos olvidando de que solo con buenas intenciones no se vive. Siempre será mejor tenerlas que no tenerlas, pero miras por ahí y te quedas ojiplático no con lo que tienen, sino con lo que no tenemos nosotros.
Defender el Gran Premio de Madrid, al igual que desde este rincón se defendió siempre el de Montmeló, no es defender solo una pasión: es defender nuestro futuro. Claro que se puede vivir sin una carrera de coches por nuestras calles, pero siempre será mejor echar cuentas cuando acaba, que no echar cuentas de nada porque no se celebró.
Luego, con los jurdeles en las manos, revisamos los detalles y qué se pudo hacer mejor, que sin ellos, todo será mucho más triste. Y más pobre. «¿Que como quedó el partido entre los Dolphins y los Commanders? Y yo que sé», dijo el del carrito de las Cocacolas que había en la puerta. De camino a casa sin una sola lata en su carricoche, preguntó de vuelta: «¿Y cuando dices que vuelven estos tíos?».
