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El príncipe Fernando

Las palabras se las lleva el viento, el texto escrito deja poso pero se le atiende una sola vez, los vídeos muestran lo que ocurrió, pero las fotos… las fotos atesoran la historia. Por eso plantarte con una cámara delante de las cosas que ocurren tiene dos funciones: ser testigo, y poder conservar y transmitir lo que viste en un grado que ningún otro medio permite.

El príncipe Fernando

28 min. lectura

Publicado: 03/12/2018 09:30

Las fotos son un lenguaje universal, todo el mundo las entiende, y se explican a sí mismas sin necesidad de darles muchas vueltas. El Virutas nació como tal en 2009 pero años antes se dedicaba a arrastrar su trasero por los circuitos de carreras de España y Europa, persiguiendo a tipos con mucha prisa, y la única manera de meterlos dentro de un cuadradito de 24x36mm era siendo más rápido que ellos. El destino tiene su propio roadbook de tu vida y a veces te lleva a donde nunca imaginaste. De trabajar para publicaciones como Interviú o Tribuna, diarios como El Sol o El Mundo, de hacer fotos en exorcismos o yonquis, el chófer de la existencia dejó al que esto relata en la parada del deporte.

Fútbol, tenis, baloncesto, golf, coches y motos le endurecieron el callo del índice, el dedo de disparar. Tras ser uno de los foteros de la reputada revista ya desaparecida Fortuna Sports, un mal día la chaparon y se quedó más tieso que la mojama. Con voz lastimera llamó a Josep Lluis Merlos, con el que había publicado varios reportajes de motos en esa revista pagada a tocateja por la firma tabaquera. “Merlos, compadre, échame un cable” y se lo echó, así que la culpa de todo lo que le pasó después la tuvo el televisivo catalán. Así que gracias, Josep Lluis, hay una deuda pendiente. Merlos llamó a un amigo de Alesport, los editores del Solo Moto, un tal Enric Clará que justo acababa de arrancar una revista de golf.

“Oye, Chamico o Chopito, o como sea que te llames, tú andas por Málaga, por el sur, ¿no? ¿Tú no tendrás fotos de golf?”, escuchó con voz nasal el tal Zapico por el teléfono góndola celeste que adornó durante décadas el pasillo de la casa de sus padres. Les mandó por avión y a todo meter una carpeta con tres planchas de diapositivas, el siguiente número del Solo Golf estuvo casi íntegramente ilustrado con ellas, y ese mes se forró a cambio de una factura propia del paragolpes de un Aston Martin. El grupo editorial llegó a tener una veintena de revistas: de scooters, de motos de campo, de esquí, de fútbol, de monovolúmenes la lista era interminable y cada mes caía algo. “Oye, tío, ¿puedes ir a Almería, que rueda Crivillé?”, y allí estaba el menda. Los coches le duraban tres o puede que cuatro años y los reventaba con más de 200.000 kilómetros en el contador.

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A ese bendito iluminado de Jaime Alguersuari, propietario de la editorial, un buen día se le ocurrió hacer eso del Open Nissan, más tarde las World Series. “¿Una competición de monoplazas en España, y con visión internacional? Tú estás loco, chaval”, le dijeron todos pero la hizo. En España sí que había una historia previa a todo aquello, pero en el automovilismo patrio nunca se había organizado una cosa así. Para la promoción, comunicación y con idea de que los patrocinadores se quedaran contentos necesitaban entre otras cosas un fotógrafo con experiencia en coches, “y que tenga el chisme ese que convierte las fotos para poder mandarlas por el teléfono eso del Internet” y alehop: apareció el-hombre-conocido-hoy-como-Virutas con un “yo tengo de eso, y me manejo por Internet desde 1994”.

Alucinaron, porque en el 97 tenías que explicar qué era “eso del teléfono (de cable) que pita y te mandas mensajes en una pantalla”. Nadie sabía qué era eso de “el sistema Internet”. Los periódicos y agencias tenían para toda su organización un buzón único de correo electrónico, y al enviar las fotos, tenías que llamarles para decirles “a ver si encendéis el ordenador y las recogéis, que siempre se os olvida”. Todo era muy rudimentario y sobre esta época la mayoría de las webs solían tener el fondo gris y letras de colores de una tipografía única, con frecuencia la Comic Sans de Microsoft.

En los circuitos te asignaban una línea telefónica que había que contratar con anterioridad, tu ordenador necesitaba un cacharro llamado modem que pitaba al conectarse y trincaba la línea sin que pudieras hacer ningún otro uso de ella. Ya había teléfonos móviles, pero no es que fueran en blanco y negro, no es que la pantalla era una línea de letras o números verdes formadas por diodos, y a todo el que tenía uno se le tildaba automáticamente de rico. Solo servían para hablar, nada de mensajes ni multinadamás, y cada llamada costaba a razón de unos 60 céntimos de euro el minuto; más charleta, más pasta; diez minutos = seis euros. De aquella estaban empezando a llegar los primeros SMS, los primeros mensajes escritos y cada mensaje costaba unos 15 céntimos.

Los móviles de la época solo servían para hablar, nada de mensajes ni multinadamás

El coche lo diseñó Enrique Scalabroni, ingeniero que había pasado por Ferrari o Williams en F1, y estaba basado en un Dallara de F3 modificado por Enzo Coloni con un motor Nissan. El montaje, en conjunto, era cojonudo y nunca antes ni después volvió a haber nada parecido. La primera temporada fue la más floja. Muchos equipos ni existían el año antes, todo era algo friki y deslavazado para la época ante el calibre que después acabaría adquiriendo. Las escuderías se estaban armando, todo se inventaba desde cero, y se crearon soluciones para atender necesidades novedosas.

En la primera carrera, en Albacete, había dos cámaras onboard, pero nada que ver con las chulerías actuales. Tenían el tamaño casi de una caja de zapatos e iban sobre el arco antivuelco de los monoplazas. De Argentina llegó un tipo, algo irregular, pero rapidísimo en las primeras pruebas, Nicolás Filiberti. Llevaba una de las dos cámaras, y en la primera prueba volcó su monoplaza al final de recta dejando la cámara como un sello de Correos. La primera jornada, el viernes previo a la primera carrera, el circuito era un desierto no solo porque no hubiera ni lagartijas, sino porque se podría freír un huevo sobre los capós de los coches presentes. Hizo un calor horroroso, pero el trabajo del tío de marketing, un rumano llamado Nelo Draghita que repartió casi dos millones de flyers y entradas por los alrededores, llenó la pista el domingo siguiente, lo que resultó ser un éxito sin precedentes en la pista manchega.

Había una función fundamental en aquella organización de apenas una veintena de personas: la de Los Tudela. Jordi Tudela fue el mecánico de las motos de Alguersuari cuando era piloto y con el tiempo labraron ese tipo de amistad propio de la gente que sabe que dependen unos de otros. Tudela, ya desaparecido, era el que ponía la publicidad. Tenía un equipo de gente correosa que llegaba y tuneaba la pista de manera que con unos prismáticos y plantado justo donde los de la tele colocaban sus cámaras, determinaba con una radio a sus chicos al otro lado de la pista donde poner los anuncios. “¿Que le dé una de mis motos a este tío? Y un carajo”, dijo Tudela cuando le indicaron que uno de sus ciclomotores tenía que ser para el fotógrafo. Se apiadó de él cuando le vio arrastrando más de diez kilos saltando de curva a curva y le cedió durante todas las carreras en las que trabajaron juntos una Honda Wallaroo. La gracia de esta moto es que era multicolor, no por una originalidad en su diseño, sino porque estaba hecha a pedazos de varias Hondas Wallaroos destrozadas de darles tarea. Allá donde estés, gracias Jordi, mi vida fue mejor gracias a ti.

Los Tudelas no solo montaban la publi sino que al caer la arlequinada hacían una cosa única: armaban el pódium delante de la grada. Los de RPM Racing, la empresa organizadora, se dieron cuenta de que con frecuencia la ceremonia del pódium estaba lejos de la gente y solo se veía, y de lejos, a los pilotos. A uno de los camiones le pegaron en un lateral unos enormes plafones de cartón pluma con los colores de la competición, patrocinadores y anunciantes, que plantaban en plena recta, con un pódium portátil, justo delante del que ponían el coche del ganador, toda una frikada de la época, pero quedaba genial.

La gente lo veía todo mucho más cerca, y al acabar todo aquel jaleo hablabas con los pilotos porque terminaban a tu lado y no aislados en alto. Aquello tenía una parte chunga: el champán te caía encima quisieras o no porque lo esporteaban a tres o cuatro metros de ti, así que un día me planté en los briefings de pilotos, cogí el micro y dije con cara de mala hostia: “a ver, niñatos, como me caiga una gota de champán en las cámaras os quedáis sin foto ni aunque ganéis el título”. Debieron acojonarse mucho porque jamás tuve que secar una cámara. Funcionó, y de golpe me convertí en una especie de autoridad. Cuando había algún jaleo, dudas o disquisiciones, los fotógrafos acudían a mí a solucionar lo de un pase, un acceso, un lugar de comida. Hice muchos amigos haciendo pequeños favores de este tipo.

Si la temporada de 1998 estuvo bien, pero sin tirar cohetes, en 1999-2001 el patrocinador fue Movistar primero, y después Telefonica y aquello fue el acabose. El paddock rezumaba dinero, y un tío de Nokia, que era la Apple de los 90, dijo “hostias, esto parece la feria de la electrónica”. Estaban todos: Nokia, Motorola, IBM, Microsoft, Telefonica, Vodafone, HP, y luego Repsol, Texaco, 7UP, y marcas señeras. Los equipos crecieron, llegaron nuevos actores, Marc Gené ganó la primera temporada y al año siguiente ya estaba en la Fórmula 1, y pilotos de ocho o diez nacionalidades se pelaban el culo para intentar tener esa misma suerte.

Tras Gené, el siguiente que iba lanzado hacia arriba fue Fernando Alonso al que antes de ser titular en Minardi lo tuvieron, para su disgusto, corriendo en la F3000, lo que ahora podría ser la F2. Aquel trienio fue de traca a nivel organizativo. RPM tenía una veintena de azafatas que atendían a los VIPs, contaban con guardería en el paddock para atender a críos pequeños que acudían con los padres, todos los visitantes del mismo comían por la jeró en un catering cojonudo, había pistas de karting gratuito, los primeros simuladores, campeonatos de coches por radiocontrol, Scalextrics gigantes, tiro con arco, canastas de baloncesto Incluso a un par de carreras llevaron un trailer en cuyo remolque había instalado un enorme motor de avión que impulsaba aire dentro de un cilindro transparente y vertical donde podías simular paracaidismo, flotando en el aire gratis ¡la caña! En la carrera de El Jarama Telefonica citó a sus invitados en el parque Juan Carlos I, al otro extremo de Madrid, donde había parking a espuertas y sin tráfico para llevarles en helicóptero al circuito, helicóptero que después se puso a las órdenes del fotógrafo para retratar todo desde el aire. Aquello era la repera limonera.

A finales de los 90 las cámaras digitales profesionales comenzaban a aparecer tímidamente, pero aún estaban muy lejos de tener la capacidad de lo que puede hacer un teléfono barato de 2018. Las mejores costaban lo que un Volkswagen Golf, y escupían ficheros de apenas 2 megas una vez abiertos, la calidad era mala, y sus posibilidades técnicas eran muy limitadas. En aquella época lo más profesional y que ofrecía un cierto equilibrio entre eficiencia, calidad y precio era disparar carretes de película negativa, revelarla en los circuitos y escanearlos. El problema es que si querías buena calidad para impresión en medios gráficos de papel, donde acababa casi toda la producción fotográfica en forma de diarios, revistas, almanaques, afiches o publicidad, era necesaria una transparencia y por lo tanto se necesitaban diapositivas.

El fotógrafo bueno no es el que hace buenas fotos, sino el que me lo trae todo

Los negativos se podían revelar en los circuitos pero las diapositivas no, así que había que usar dos cámaras, cada una cargada con un tipo distinto de película si queríais calidad para publicar, y facilidad de manejo in situ para transmitir desde las pistas. Lo normal en el Open Nissan era llevar un centenar de carretes de 36 disparos de dispositivas y dos rollos de negativo por jornada en pista. El procesado de las diapositivas, llamado E-6, era complejo, con media docena de baños en ácidos y fijadores de la película en un proceso que duraba un par de horas. Esto solo se hacía en laboratorios profesionales y de forma ocasional algún grupo editorial, como el que había tras el organizador de las series tenía en su sede de Barcelona, pero en los circuitos era inviable. Los negativos requerían un proceso más sencillo, de tres baños: revelado, fijador y lavado final. Una editora de la revista GEO me enseñó una lección: “el fotógrafo bueno no es el que hace buenas fotos, sino el que me lo trae todo”. Y esta es la máxima aplicada a la tarea de un fotógrafo oficial. Lo importante no era tanto la estética sino mostrarlo todo. Caras de pilotos, sus cascos, la publicidad, el montaje, todos los coches del primero al último, la salida, la parrilla, el pódium, el paddock, el ganador, alguna escena de boxes, los VIPs todo.

Para eso se tiraban diapos, y en RPM, medio en serio y medio en broma Jordi Castells, el director deportivo, decía: “Zapico, no tires tantas, que nos vuelves locos luego buscando las de uno y otro. Te vamos a rebajar pasta de tus facturas en razón del número de fotos de más que hayas tirado”. Luego, Blanca de Foronda, la jefe de prensa restolaba los archivos buscando una foto de un detalle del lado derecho de un fulano que corrió una carrera y en los Libres 1 rodó con una pegatina de nosequé y estaba esa foto. Esa era la función: notario de lo que había en cada cita. Para los dos carretes de negativo por día, los que se revelaban a diario y que acompañan a este artículo, se reservaban para las fotos noticiables que se remitían a diarios y agencias. Las fotos reservadas de forma programada para esta función no eran ni buenas ni malas, sino las que podían servir más a los medios para hablar del Open Nissan.

Por esa razón, casi siempre había salidas de las carreras, pódiums, alguna imagen de los coches favoritos y que a la postre alguno sería el ganador, y sobre todo con mucha carga publicitaria. Sólo había dos carretes, 72 fotos para todo el día, que había que administrar con cuidado. Un tercer carrete hubiera descolocado la logística técnica del revelado, escaneado, tiempos del proceso, etc. Al acabar la jornada en pista, alrededor de las tres, cuatro o puede que las cinco de la tarde, te ibas disparado al cuarto oscuro del circuito, una estancia minúscula pintada de negro y estanca de iluminación. No podía existir ni una sola ranura de luz bajo la puerta so pena de arruinar todo el trabajo del día. A oscuras y al tacto igual que un invidente se extraía la película de los carretes, se metía en los cilindros de revelado, y una vez cerrados se salía del cuarto oscuro para revelarlos en alguna parte. Los líquidos tenían que estar a 36-37 grados, o el proceso se jodería, con desvíos cromáticos, aparición de granos, o deficiencias en la imagen.

Una vez secos, a veces ayudado por un secador de pelo, se cortaban las tiras de celuloide de seis en seis imágenes y con la ayuda de una regleta se introducían en el scanner, que devoraba fotos a razón de unos cinco minutos por cada una. El scanner era un Nikon que costó unos 5.000 euros de hace veinte años, conectado a un ordenador. El primero que manejé era un MacBook 1400c que costó unos 3.000 euros de la época. La C del final era por ser en color; el modelo inferior de la gama era en blanco y negro. El escaneado de seis u ocho fotos, un leve retoque y su almacenado podía llevar una hora; su envío al menos dos más a razón de no menos de 15-20 minutos por foto. Un día que empezabas a las seis de la tarde y te ibas a cenar a las nueve de la noche era un buen día, y todo por media docena de imágenes. En ocasiones los cuartos oscuros no eran del todo oscuros, entraba luz, y tenía que apañármelas.

En Donington Park me hice adicto al Dr. Peppers esperando a que el tío de la tienda de fotografía del pueblo, que hacía bodas y fotos de carnet, me revelara mis carretes cada día. La tienda está al lado de un supermercado y me las compuse para que con el cambio horario me diera tiempo a tenerlas enviadas antes de que cerrasen las primeras ediciones de los diarios en España. Otra vez, en Jerez, se me rompió la cubeta de revelado y tuve que salir por pies a buscar un sitio un domingo y en aquella época lo de abrir en domingo era ciencia ficción. No hay nada mejor que tener una hora límite para que tu cabeza piense más rápido. Y aquel día funcionó muy rápido. “Piensa, Zapi, corre, tío, que no llegas ¿dónde vas a revelar esto?”. La solución llegó como la coz de un caballo jerezano: el zoológico de Jerez. El tío que hace las fotos en la puerta a los visitantes revela sus fotos así que allí apañamos. No se cómo lo hice pero le convencí para que me revelara mis dos carretes. Creo que le pagué con dos pases VIP para el día siguiente, moneda de cambio muy apreciada. A Blanca siempre le pedía gorras y camisetas reservadas para este tipo de finalidad. Con ellas pagaba favores y trapicheos varios.

La técnica fotográfica, tanto en su proceso como a la hora de la creación cambió mucho con la digitalización. Podías ver el resultado de forma instantánea, ahorrabas el tiempo del procesado, podías editar con más eficacias las torpezas y deficiencia de las tomas, y en los destinos ya no tenías que explicar aquello de “encended el ordenador del correo electrónico”. Cambió para mejor, pero pasamos de la pizza de leña a la de microondas. Sin duda ahora es más barato, aprendes mucho más rápido, la multiplicación de longitudes focales a precios asequibles era entonces impensable, y hay otra apertura mental a observar otro tipo de imágenes que no sean la mera plasmación notarial de un hecho para premiar la originalidad.

Vistas desde hoy, las fotos hechas hace veinte años me parecen toscas, planas, exentas de imaginación, pero entonces eran joyas muy apreciadas. Recuerdo una vez que Isabel de Villota, la hermana de la tristemente desaparecida María viendo una plancha de negativos contra una ventana me miró con los ojos muy abiertos y me dijo “ostras, están todas bien”. Se refería a que todo las imágenes estaban nítidas, encuadradas, con los coches en el centro de la imagen. En verdad no había ni una sola imperfección técnica pero para mis adentros me sonreía porque aquellas fotos eran útiles pero mediocres. También las hubo buenas aunque el crecimiento exponencial llegó más tarde.

Un fotógrafo bueno de carreras tarda en crearse seis u ocho temporadas. A partir de ahí ya crea en lugar de copiar, juega en lugar de seguir, crece a fin de cuentas. A pesar de todo fui feliz en las carreras, inmensamente, porque haciéndolas me sentí como El Principito de Saint Exupery cuando decía aquello de “me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día, cada uno pueda encontrar la suya”. Yo encontré a un montón sobre el asfalto y tengo unas cuantas fotos; muchos de ellos, de esas estrellas, antes de ser reyes fueron príncipes.

(Por favor, usa estas fotos a tu criterio, es un regalo de José M. Zapico para todos los lectores de Virutas de Goma y Motor.es. Puedes imprimirlas, retocarlas, redistribuirlas, pero si las publicas, atribúyeselas a su autor legal. Ah, no podrás revenderlas. Gracias por leerme).

Fotos: José Manuel Zapico

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